Hay un refrán (que contradice a la propia idea de lo que es un refrán) que define muy bien el tedio de lo repetitivo: lo poco gusta, lo mucho cansa. También dicen que Goebbels, ese cojito cabrón, afirmó una vez que una mentira repetida mil veces deja de ser una mentira. Incluso hay quien asegura que para llegar a la perfección en cualquier campo hay que invertir 10.000 horas haciendo la misma tarea. La conclusión es que hay gente que toma estas dos últimas afirmaciones (sin base científica) al pie de la letra y deja de lado el saber popular de la primera.
En los últimos años en el cine español se están produciendo muchas cintas que giran en torno a las relaciones sociales y amorosas de gente que se acerca a la crisis de los 40 y los que la están intentando superar. Ejemplos hay para aburrir: las sesudas y romherianas películas de Jonás Trueba, o las más amables producciones de su tío David (la gran Casi 40 que aún se puede ver en cines). Cesc Gay lleva muchos años y muchos filmes contando estos episodios del paso inexorable del tiempo y las grietas que crea en el avance de la adultez. Lo mismo ocurre con el siempre bien acabado cine de Isabel Coixet. Vamos, que ejemplos de autores que saben sorprender y arriesgar en este género del drama hay para aburrir.
Los amores cobardes (2017), dirigida por Carmen Blanco, nos cuenta la historia de Eva, una joven que después de un lustro fuera de su hogar, regresa para encontrarse con los fantasmas del pasado, enfrentarlos y tratar de derrotarlos. Tendrá que encarar los requerimientos de su estereotipada mejor amiga, tendrá que dar calabazas al típico guaperas que la trata de engatusar. Luchará por recuperar una amistad intensa que pensaba que se había perdido para siempre. El problema es que la vuelta, envuelta en nostalgia y reproches, no es más que una sucesión de tópicos sin gracia, y con el calado emocional justo para pasar el corte del drama. Instalado en lo que se ha dado en llamar “problemas del primer mundo”, la historia toma como marco para desarrollarse una ciudad costera en verano, en la que las relaciones y el ocio ocupan la vigilia diaria. En este espacio la protagonista tratará de huir de los recuerdos, pero estos se encarnan en la persona que juró no volver a ver, trayendo de nuevo dudas e inestabilidad a su realidad.
Y en este desarrollo de los acontecimientos es donde la directora (premiada con el galardón a la Mejor dirección del Festival de Alicante) prefiere aburrir antes que sufrir. Con una puesta en escena sobria, calmada, sin estridencias, pendiente de captar los gestos, miradas y expresiones de sus protagonistas, Blanco cae en el vicio de pintar con una paleta de lugares comunes: están los bailes en la disco a cámara lenta, las confesiones a la sombra y amparo del humo de un canuto, la risas en el suelo, la ya nombrada amiga verborreica y lanzada, a la que la protagonista defraudará con sus silencios; el regalo que siempre quiso en su infancia y nunca consiguió, y que el aspirante a novio conseguirá para ella…
Podemos destacar el reparto actoral, quizá lo mejor del filme. En medio de un guion trillado y repetitivo, en un argumento que Alejandro Sanz trató antes con mejor resultado al componer Amiga mía, surge la figura de Blanca Parés dando vida a un personaje sensible pero fuerte, que hace creíble un pasado de problemas amorosos y de dificultad en las relaciones familiares y sociales. También brilla en un papel breve pero potente Tusti de las Heras representando a la madre moderna y sufriente de la protagonista. El resto del reparto es competente, sin estridencias, como el previsible desarrollo del metraje y su montaje.
Lo mejor: La actriz principal y su interpretación contenida y llena de verdad
Lo peor: Es más de lo mismo, más de lo mismo.