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Cine norteamericano

Silencio: La encrucijada universal

El paso del tiempo es una maldición de la que nadie puede escapar, por mucho que pensemos que algunas figuras de la industria permanecen intactas viajando como si nada en el tren de la existencia. No es nuestra realidad y, guste o no, cumplimos años, perdemos facultades y tenemos menos suerte al buscar la inspiración. Aunque esta verdad incómoda nos acecha desde que venimos al mundo, es curioso darse cuenta de que el arte es una de esas disciplinas que suele tomarse la batalla con una anarquía creativa que no responde ante el destino como lo hacen los demás. Personajes como Clint Eastwood, Steven Spielberg o Woody Allen, son mitos vivientes que no pasaban sus mejores momentos… o eso pensaban algunos. Ahí reside la magia y el reflejo de su grandeza: Sully (2016), El puente de los espías (Bridge of Spies, 2015) o Café Society (2016), son muestra de que su talento no había desaparecido, solo se había difuminado en lo que podría ser una cuestión de «moho» creativo para filmar ideas. Ahora le llega el turno a Martin Scorsese, otra leyenda que parecía haber perdido la chispa tras comprobarse que La invención de Hugo (Hugo, 2011) era un batiburrillo de recursos visuales sin mucho fundamento ni personalidad y El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) aunque tremendamente divertida, carecía de la entidad de sus películas más importantes. Con Silencio (Silence, 2016), y para regocijo del panorama cinematográfico, Scorsese repite el patrón de sus compañeros de profesión para, no sólo reivindicar que sigue en plena forma, sino demostrar que su experiencia ha dado a luz otro solemne ejercicio de estilo.

Es, precisamente, la manufactura lo que da solidez a Silencio, cuyos cimientos se refuerzan con la clase y la elegancia de un director sobrado de buen gusto y una delicadeza extrema. Sin duda, el experimentado Scorsese resulta ser la piedra angular de un proyecto mastodóntico que utiliza del primero al último de sus 159 minutos para explorar el significado, el sentido y los límites de la fe. El film pone a prueba al espectador (además de con su larga duración) con una rica propuesta plagada de matices interpretativos, diálogos trascendentales y su fabulosa ambientación, responsabilidad de Dante Ferretti, una de las vacas sagradas del diseño de producción, que prepara este viaje en el tiempo sin que un sólo detalle quede en el tintero.

Resulta curioso que su hilo narrativo, dos jesuitas portugueses (Adam Driver y Andrew Garfield) viajan al Japón del siglo XVII en busca de un misionero (Liam Nessom) que, tras sufrir la persecución y posteriores torturas, renuncia a su fe, resulte casi anecdótico frente a la encrucijada que se plantea, verdadero leitmotiv de la película. Entorno a ello pivotan infinidad de cuestiones que ponen de manifiesto los límites no sólo de la resistencia física frente al castigo, sino de las motivaciones existenciales y el verdadero sentido de las elecciones religiosas que son, al fin y al cabo, una cuestión de preferencia. Por otra parte, Scorsese y Jay Cocks, coautores del guión basado en la novela homónima del escritor japonés Shūsaku Endō, no dudan en insinuar la problemática del imperialismo evangélico. En un momento de la película, el represor nipón, una figura un tanto siniestra (incluso físicamente), reprende al personaje bien interpretado por Garfield esgrimiendo la injerencia occidental en el modo de vida japonés. La conversación se antoja realmente significativa pues resume con ironía las contradicciones de la religión como doctrina pacifista y, simultáneamente, instrumento y lugar de desencuentro y hostilidad entre los pueblos y dentro de ellos.

Si bien el dilatado metraje de Silencio es una realidad que puede afectar a algunos provocando cierta sensación de redundancia, Scorsese se asegura de que la reflexión como premisa principal sea la locomotora del film a la que nunca le falta el fuego. Su trabajo, aunque de flemático ritmo (algunos echarán de menos al «otro» Scorsese) pisa fuerte en ese sentido y acaba por mostrarse como un documento histórico de importante valor; la riqueza cinematográfica de la que hace gala la filmografía del director neoyorquino no deja casi lugar para el reproche y ahora, de nuevo, nos da la opción de disfrutar de un trabajo impoluto y de brillante dialéctica que sitúa a ambos lados del ring a la fe y la razón.

Lo mejor: la exposición de su trascendental disyuntiva.

Lo peor: ¿podría haberse hecho en menos de 159 minutos?

Por Javier G. Godoy
@blogredrum
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