Hierático, con una sonrisa entre canalla y maléfica, con la barbilla apoyada sobre el puño de un hombre que mantiene un físico envidiable, a pesar de que sus 175 cms se queden cortos para los cánones de Hollywood. Quizá esté pensando en lo que le costó a los Danielovitch adaptarse al American way of life, o más bien todo lo contrario: como su talento se ha convertido en oro allá, en el país de las oportunidades, incluso para el hijo de un inmigrante ruso que huía del reclutamiento para la guerra Ruso Japonesa. O quizá esté pensando que menos mal que su legado quedó atado y bien atado en manos de un hijo con talento y una vejez desagradecida con la salud, pero longeva más allá de la lógica. O quizá está pensando que a pesar de ser el mito vivo más importante de la Industria del Cine nunca logró el reconocimiento de los suyos en las galas de premios a la cinematografía. Todo eso puede pensar Kirk Douglas el día de su centenario, mientras ve por televisión las retrospectivas que realizan de su prolífica vida.
Acostumbrado desde joven a encargarse de los suyos por el abandono prematuro de su padre (un trapero al que le dedica el título de su autobiografía), y previo paso durante la Segunda Guerra Mundial por un buque de la Armada en el Pacífico, decidió entrar para siempre en ese cuartito pequeño en el que se alojan las estrellas inmortales del cine para siempre. Después de destacar en varias producciones en las que se metió al público en el bolsillo (entre ellas una de las cumbres del cine negro, Retorno al pasado de Tourneur) su primer gran papel, el que le valió su primera nominación para el Óscar al mejor intérprete, fue El ídolo de Barro (Champion, Mark Robson, 1949) una película en la que Kirk iba a echar el resto: además de mejorar su forma física para parecerse a un campeón de boxeo, compuso un personaje clásico, lleno de matices morales, en un rol que repetirá en varias ocasiones con el mismo éxito: el de una persona dura y carismática, alejado de la ética imperante si esta se interpone en su camino hacia sus elevados objetivos. Un canalla simpático, una sonrisa encantadora, una ingenuidad motivada por la tortura del pasado, o por la necesidad creciente de reconocimiento. Carácter que, con matices, volverá a interpretar en El gran carnaval o Carta a tres esposas.
Desde entonces enlaza sin respiro éxito tras éxito, convirtiéndose en uno de los actores más cotizados y demandados por los grandes directores de la época, interpretando papeles para Wilder, Hathaway, Wyler, Sturges, Huston, Preminger, Mann, Kazan o Mankiewickz. Mención aparte merece su trabajo junto a Vicente Minelli, con el que coincidió hasta en 4 ocasiones, con papeles tan destacados como el del inmoral productor Jonathan Shields en la maravillosa crítica al mundo del cine que es Cautivos del mal, o El loco del pelo rojo, donde su actuación atormentada, llena de pasión y fuerza en la composición del desequilibrado pintor holandés le valió su tercera y última nominación a los Oscar.
Paseando por sus apariciones en pantalla podemos destacar la infantil pero inmortal 20.000 leguas de viaje submarino, Los vikingos, Duelo de titanes, El último tren a Gun Hill, Siete días de mayo, Arde Paris, El día de los tramposos o Saturno 3, lo que nos da la idea de un actor valiente y arriesgado, siempre dispuesto a poner su físico y su talento al servicio de los papeles más variados. No podemos olvidar que fue él quien decidió la suerte de Kubrick al ponerle a los mandos de la superproducción Espartaco (1960) después de que le gustase su forma de dirigir en la anti belicista Senderos de gloria (1957). Para desgracia de su amistad, la segunda experiencia no estuvo a la altura del debut, y el recuerdo que le quedó a Douglas del director inglés era que “hay personas que tienen talento, y otras que son una mierda. Stanley Kubrick es una mierda con talento”. En esta misma cinta Douglas ejerció de productor, y una de sus decisiones fue la de entregarle la elaboración del guion al defenestrado Dalton Trumbo, quien después de saborear el reconocimiento de sus pares por su trabajo, se vio relegado al ostracismo por la caza de brujas del siniestro McCarthy. Kirk Douglas lo rescató, colocó su nombre por primera vez en más de quince años en los créditos de la película, y le entregó la oportunidad de resarcirse de sus acusaciones en la inolvidable escena en la que los hermanos de armas del esclavo libertador encubren a su legítimo líder al grito rebelde e irreverente de «¡Yo soy Espartaco!«.
Lejos de los platós su vida también puede considerarse legendaria. Si nos atenemos a sus memorias, ha compartido dormitorio, cama y fluidos con, atención, Marlene Dietrich, Lauren Bacall, Lana Turner, Gene Tierney, Joan Crawford, Debbie Reynolds, Faye Dunaway, Rita Hayworth… (y luego acusábamos al pobre Michael de ser adicto al sexo). En definitiva, todo un personaje de Hollywood que hoy cumple 100 años, y por el que todos deberíamos encender una vela en los altares del séptimo arte. La última leyenda de Hollywood sigue viva, y en un año en el que hemos perdido a algunos de los personajes más relevantes del siglo XX, eso es mucho decir.