A punto de comenzar la 71ª edición del Festival Internacional de Cine de Cannes, en Redrum decidimos aunar fuerzas con críticos de diferentes medios para dar a luz este ciclópeo artículo. En él, viajamos a través de las siete décadas del certamen francés para recordar algunas de las películas que han pasado, con mayor o menor éxito, por su Sección oficial. Por ello, las elecciones de nuestros compañeros de la prensa cinematográfica resultarán, con toda seguridad, una apasionante travesía por parte del cine más indispensable.
La posesión (Possession, Andrzej Zulawski, Francia, 1981). Por Javier G. Godoy (Redrum, Directoras de Cine)
El mismo año que John Boorman, Michael Cimino, Berlanga o Bertolucci peleaban por la Palma de Oro, se colaba entre tanto nombre legendario el director polaco Andrzej Zulawski, arriesgado y competente autor que aterrizó en la Croisette con La posesión. Su trabajo, eje de una trilogía oficiosa formada por El diablo (Diabel, 1972) y Szamanka (1996), transitaba por los límites de la locura a través de un inquietante relato con trazas psicológicas del cine de Polanski, gestos y espacios de Kubrick, o el impacto sobrenatural de Cronenberg. Además de a su provocadora puesta en escena, la película le debía parte de su fuerte carácter turbador a Isabelle Adjani, sufridora protagonista dentro y fuera del film. Compleja y por momentos surrealista, La posesión desafiaba los cánones del género dándole una dimensión abisal a su historia a la vez que invitaba al público a sacar las siempre interesantes conclusiones propias.
Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, Francia, 1959). Por Andrés Ross (Orphanik)
El crítico vehemente y agresivo que atacó con dureza la tradition de la qualité del cine francés, se transforma en un artista delicado y sensible para realizar su primer largometraje y ganar el premio a la Mejor dirección en el Festival de Cannes. Una película donde nada es inventado. Todo lo que ocurre en Los cuatrocientos golpes le pasó al director o a alguien de su entorno. Por fin, el cine se aleja de los estudios para salir a la calle, entrar en los cafés, en los colegios y en los parques en busca de la verdad. Un tiempo en el que la vida era la pantalla.
Los mejores años de Miss Brodie (The Prime of Miss Jean Brodie, Ronald Neame, Reino Unido, 1969). Por Juan Roures (La estación del fotograma perdido, El antepenúltimo mohicano, Dosmanzanas, La opinión)
Dirigido por un desconocido que siempre lo sería (Ronald Neame) y protagonizado por una desconocida que pronto dejaría de serlo (Maggie Smith), este sutil drama nos traslada a una escuela inglesa de los años 30, donde la que sería la icónica profesora McGonagall de Hogwarts encarna a una maestra muy diferente pero igual de estricta: la encantadora (para bien y para mal) Jean Brodie, encargada de instruir a sus ingenuas alumnas en el arte de la política, el amor y la razón desde una perspectiva harto controvertida. Bastante más arriesgada y ambigua de lo que su atmosférico envoltorio estudiantil adelanta, la cinta se fue de Cannes de vacío, pero, meses después, dio el Oscar a su magnífica protagonista, marcando un antes y un después en la carrera de una de las joyas de la corona del cine británico. Ella, siempre altiva, no se molestó en acudir a recogerlo. (Curiosamente, aun siendo una de las pocas películas capaces de generar empatía por una partidaria de Franco, la obra no llegó a España hasta 1976, un año después de la muerte del dictador.)
Sweet sixteen (Ken Loach, Reino Unido, 2002). Por Román Puerta (Tierra Filme)
Sweet sixteen es la culminación de un proceso que inició Loach muchos años atrás con sus grandes películas (Riff raff, Ladybird ladybird…) donde primaban, en algunos casos con excelente resultado, las grandes ideas sobre las propias historias que nos contaba. Aquí, con unos diálogos excelentes (que le valieron para hacerse con el premio al Mejor guión en la edición de 2002 de Cannes), nos hace bajar al terreno de lo cotidiano de un adolescente que, atrapado en el mundo del trapicheo de drogas en Escocia, decide intentar salir de esa clase social desestructurada y abandonada por el desarrollo macroeconómico en el Reino Unido. En este caso, Loach no usa grandilocuentes discursos metapolíticos, sino que se centra en el día a día de uno de esos grupos familiares desheredados del sistema económico representando un drama social donde la inocencia del protagonista acaba apoderándose del personaje. En una escena final inmensa, el director nos transmite finalmente la fragilidad del protagonista con la sutileza precisa para demostrarnos que los plazos vitales no pueden saltarse nunca.
The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, Francia, 2016). Por Christian Leal (Cine y Comedia)
El Festival de Cannes encumbró a Nicolas Winding Refn como uno de los directores más interesantes de los últimos años. Una rara avis, podría decirse, que no se aferra a reconocimientos o premios. Por eso, en 2016, Winding Refn consiguió realizar su mejor película hasta la fecha, una película que, aferrándose al mundo de la moda, hablaba sobre las envidias, los celos o el canibalismo emocional que se vive dentro de ese universo. The Neon Demon supuso el redescubrimiento de una realidad: el director danés hace su cine, un cine con personalidad y sin miedo a que sus alas sean cortadas. La espectacular y colorista fotografía de Natasha Braier, la música atmosférica de Cliff Martínez o las interpretaciones de Elle Fanning, Jena Malone o Bella Heathcote, son algunos de los puntos fuertes de una obra distinta, original y claramente autoral. Cannes la abucheó, yo sigo poniéndome de pie y aplaudiendo.
El sabor de las cerezas (Ta’m e guilass, Abbas Kiarostami, Irán, 1997). Por Rubén de la Prida (Caimán Cuadernos de Cine, Cine para leer)
Entre las Palmas de Oro concedidas en el Festival de Cannes, hay una especialmente entrañable por particularmente humana. Una película que nada tiene que ver con la grandilocuencia de Malick en The Tree of Life (2011), ni con el coeniano delirio de Barton Fink (1991), o el pesimismo del Elephant (2003) de Gus van Sant. Comparada con ellas, sus iguales, parece trascenderlas por su humildad, su físico realismo y su esperanza. En El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami se atrevió a poner el dedo en la llaga del sufrimiento humano, sin moralismos ni aspavientos. La historia del hombre que quiso matarse deviene un bellísimo alegato en favor de las ganas de vivir. El iraní rozó a Dios con esta cinta, verdadero colirio para los ojos cansados de un mundo con frecuencia ajeno a la hermosura de las cosas pequeñas.
Marty (Delbert Mann, EE.UU., 1954). Por Joaquín Fabregat (La imagen que habla)
Marty es un film modesto, como lo es su origen televisivo, dirigido por un miembro de la llamada “generación de la televisión”, aquella que llevó a la pantalla (grande y pequeña) ficciones impregnadas de realismo social, señalando los problemas de una sociedad que empezaba a mirar hacia el futuro tras la dura posguerra. Un sincero drama sobre el miedo a la soledad que, durante un fin de semana, acompaña a Marty (Ernest Borgnine), carnicero de buen corazón que sufre, angustiado, el acoso social a raíz de su soltería. A punto de rendirse, conocerá un alma gemela en la frágil figura de Clara (Betsy Blair). Quizá su trasfondo familiar y moral haya quedado hoy algo anticuado pero siempre nos quedarán el retrato natural(ista) de esas modestas vidas, de los lugares que habitan y frecuentan y, sobre todo, los inolvidables planos nocturnos que recorren las calles del bullicioso Bronx un sábado cualquiera.
Un profeta (Un prophète, Jacques Audiard, Francia, 2009). Por Carlos Durango (Redrum)
Jacques Audiard consiguió que Un profeta alcanzara una consistencia formal remarcable donde otros trabajos no sabrían sostener el gélido realismo; las diferentes tramas de la cinta hilan la rasgada belleza del drama más clásico con la valía del cine contemporáneo en el marco de una prisión en la que todo vale, cuando el mayor anhelo de su protagonista es sobrevivir a su entorno y su pasado. Muy a nuestro pesar, y aunque sorprendiera en Cannes con este título intimista de poética violencia y estoica dureza en un año donde otros apellidos gozaban de mayor expectación, el director galo tuvo que conformarse con el Gran Premio del Jurado mientras veía como un peso pesado llamado Michael Haneke alzaba la Palma de Oro.
El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, EE.UU., 2011). Por Sergio F. Fernández (Redacción Atómica)
La vida a veces es demasiado densa como para vivirla a través de una pantalla; o tal vez algunas mentes adultas aún no están preparadas para observar todo lo que es la vida, en su amplio, universal y a la vez reducido sentido de la palabra. Un nacimiento, la risa de un recién nacido, una mariposa posándose sobre la palma de la mano; en definitiva, la creación y la muerte según Terrence Malick. El árbol de la vida es la película soñada por muchos y que sólo uno se atrevió a hacer, o por lo menos que llevó a cabo acompañado del mejor equipo posible. Desde un Emmanuel Lubezki que (casi) reescribió el oficio de la dirección de fotografía en el siglo XXI hasta un Alexandre Desplat que a día de hoy continúa en estado de gracia, sin subestimar por supuesto la labor de sus interpretes: la mirada de Brad Pitt, el surrealismo hecho hombre en Sean Penn, la rebeldía de Hunter McCracken adueñándose de su historia y, por supuesto, la gracia de Jessica Chastain, capaz de impregnar hasta el último halo de luz.
La pasajera (Pasazerka, Andrzej Munk, Witold Lesiewicz, Polonia, 1963). Por Carlos Fernandez Castro (Bandeja de Plata, Caimán Cuadernos de Cine, Directoras de Cine)
En pleno cine sonoro, Andrzej Munk prescindió (casi por completo) del lenguaje verbal para narrar la relación entre una oficial nazi y una prisionera judía en las dependencias de un campo de concentración. La muerte prematura del polaco no impidió que su película fuera completada por fotos fijas y una voz en off que hilvanara el conjunto. Desde un punto de vista eminentemente moral, Munk narra las relaciones de poder entre dos personajes que, compartiendo el mismo espacio, contemplan dos realidades diametralmente opuestas y ven condicionada su concepción del bien y el mal por la desigualdad de sus posiciones. ¿Que podemos hacer con una buena acción procedente del enemigo?. Agradecerla o considerarla una obligación moral.
La dolce vita (Federico Fellini, Italia, 1960). Por José Félix Collazos (Caimán Cuadernos de Cine)
«No era un gran filme, existe por esa escena. Y allí estábamos Marcello y yo.”- Anita Ekberg
Las estrellas, a veces, son tan frívolas y superficiales como toda esa sociedad que, de forma visionaria, retrata Federico Fellini en su película bisagra entre el neorrealismo y sus posteriores obras simbolistas. Por si la archiconocida secuencia en la Fontana de Trevi no fuera suficiente para ganarse un puesto en la Historia del Cine, están también su libérrima estructura, su visión profundamente moral y unas inolvidables interpretaciones. Y de propina la palabra paparazzi tomada de uno de los personajes que, errantes por Via Veneto, fotografían la decadencia de la noche romana. Imprescindible revisar en Filmin la copia restaurada por The Film Foundation de Martín Scorsese, director de otra famosa deriva nocturna.
La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, EE.UU., 1974). Por Alfonso Caro Sánchez (El Palomitrón)
Mucho han cambiado las cosas desde que a principios de los 70 un escándalo como el Watergate sacudiese la actualidad. La Conversación es un título que quizá se adelantó bastante a su tiempo porque los pilares de su discurso, -la incomunicación, la soledad o el individuo como una pieza anónima más del implacable engranaje del sistema- son mucho más sólidos y abiertos a su lectura hoy en día. Una reflexión llena de grano que empujó con fuerza al New Hollywood y superó la Guerra Fría para reclamar su espacio como una de las grandes radiografías del ser humano, que engañado y agarrotado en su soledad sucumbe víctima de una naturaleza nociva, aquella que da la espalda a nuestra humanidad y nuestra necesidad de relacionarnos con el entorno.
Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, Jacques Demy, Francia, 1964). Por Ignacio Navarro (El antepenúltimo mohicano)
El musical polemiza por naturaleza con la suspensión de incredulidad, porque en la vida real la gente no entona de repente canciones orquestadas y coreografiadas. Los paraguas de Cherburgo sortea esta paradoja al extender la melodía a todos sus diálogos, eternizar la banda sonora y reducir el baile a lo cotidiano. Esto lo entendemos porque cuando ganó una Palma de Oro recién rebautizada como Grand Prix du Festival International du Film, estaba también cambiando la industria francesa por el desarrollo de la Nouvelle Vague, que Jacques Demy se resistía a seguir plenamente. Por ello en su citada obra maestra buscaría tanto distanciarse del musical norteamericano clásico como mantener su capacidad de fascinación, logrando este efecto ad eternum.
Macbeth (Justin Kurzel, Reino Unido, 2015). Por Lara Ben Ameur (Espinof)
La revisión de Macbeth del director Justin Kurzel cerraba la Sección oficial de Cannes en 2015 dejando inesperadamente fría a la crítica del festival. El film, protagonizado por Michael Fassbender y Marion Cotillard, es una de las representaciones más fieles de la obra de Shakespeare, un reto que el director australiano pasó con nota en una producción totalmente estética que encontraba en las Highlands escocesas un personaje más al aportar fiereza y misticismo a la narrativa. Fassbender y Cotillard, en unas ejemplares interpretaciones, comprenden y representan de una manera sobresaliente el ritmo y la cadencia del texto original, haciendo mayor énfasis en la dinámica de desmesurada locura derivada de la pérdida. El film deja en un segundo lugar los juegos de poder y apuesta por la solemnidad y la humanización de una Lady Macbeth que explora su fragilidad desde las tinieblas.
Mommy (Xavier Dolan, Canadá, 2014). Por María Aller (Freelance)
Mommy es una historia acorde con el carácter de su creador: impulsiva. Así plasmó Xavier Dolan tal temple en la relación madre-hijo de Diane y Steven, ambos igual de inestables. Ni siquiera Kyla, una vecina con pocas habilidades sociales, podía mediar entre sus batallas habituales del día a día. Por medio de ese trío, el cineasta, ahora desenfrenado y altanero, trataba una historia sobre la fragilidad. Pocas veces una película tan agresiva emocionaba tanto en Cannes por su rebosante candidez. Así es Mommy: tan abigarrada, tan extrema y tan fusionada. No importan los formatos: a medida que el quebequés estrecha la pantalla, aumenta nuestra consternación.
Kinatay (Brillante Mendoza, Filipinas, 2009). Por Cristina Aparicio (Redrum, Caimán Cuadernos de Cine, Insertos)
Un plano fijo muestra como cae la noche en Manila mientras niños y otras siluetas pasean al trasluz del atardecer. Así, tras el frenético prólogo cámara en mano con que Brillante Mendoza retrata la sociedad filipina y presenta a su protagonista, Peping (un muy joven estudiante de policía en el día de su boda), un fundido a negro le sirve para virar hacia el otro lado de una historia mucho menos luminosa. El hilo conductor será este cadete, testigo incómodo no solo de la violencia y el horror que esconde cada rincón de la ciudad y las personas con las que convive, sino de la corrupción a la que queda expuesta su propia inocencia e integridad. Una deriva existencial hacia el interior de la brutalidad y la desesperación sin posibilidad de huida, que se apoya en el uso del tiempo real, una oscuridad angustiosa y una cámara nerviosa que deambula por cada personaje. Para cuando regresa la luz sobre Manila, el horror se convierte en un elemento más del entorno, una cotidianidad tolerable y asumible o, sencillamente, inevitable.
Corazón salvaje (Wild at Heart, David Lynch, EE.UU., 1990). Por Alberto Hernando (Revista Mutaciones)
La única Palma de Oro que ha ganado David Lynch en Cannes tal vez no sea por la mejor de sus películas, pero Corazón salvaje tiene un carisma especial. Lynch la definió de manera sencilla: «Una historia de amor que se desarrolla a lo largo de una extraña carretera que atraviesa el mundo moderno». Y eso es. Sailor y Lula luchan por mantenerse juntos a través de un viaje por el absurdo y el horror del mundo moderno. Es extremadamente violenta, cándida y la película más radical del primer Lynch; al mismo tiempo, el anverso descontrolado de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) y su radicalización. Si esta era tan transparente que uno se preguntaba “¿Qué queda por descifrar cuando todo se ha dicho?”; en Corazón salvaje aquello que debería pertenecer al subtexto -las reminiscencias de El mago de Oz– irrumpe en la superficie con más brutalidad que nunca. En este violento asalto a la imagen y a los cuerpos de rasgos propios del cartoon, de emociones, subtextos e iconos de la cultura popular, encuentra Corazón salvaje lo que la hace única y fascinante y que nos sigue sorprendiendo 28 años después.
Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, Reino Unido, 1945). Por Gonzalo Contreras (Crónicas de cinéfilo, Algo Contigo – Gestiona Radio Asturias)
Muchos años antes de conocer a Francesca Johnson y Robert Kincaid en Los puentes de Madison (The bridges of Madison County, 1995), ya existían Laura Jesson y Alec Harvey. Él era un apuesto médico y padre de familia, entusiasta de su trabajo e idealista en su visión del mundo; ella, una ama de casa anclada en la rutina y en el puritanismo de la sociedad británica de la época. Su particular idilio, efímero pero apasionado, sirvió al por entonces poco reconocido David Lean, cineasta mundialmente alabado por proyectos rebosantes de grandilocuencia y épica, para dar una lección de narrativa declaradamente intimista, emocionante desde la sutileza y la contención, habitada por la amargura que se esconde en las miradas cómplices de una pareja de amantes con fecha de caducidad. La palpitante sinfonía de Rajmáninov, el onírico escenario en el que transcurre gran parte del film, protagonista de infinidad de romances cinematográficos posteriores (una fantasmagórica y nebulosa estación de tren), y los ojos afligidos de la excelente actriz Celia Johnson hicieron el resto, convirtiéndola finalmente en una de las grandes obras maestras de la historia del celuloide.
El hombre de Londres (A Londoni férfi, Bela Tarr, Hungría, 2007). Por Pablo Castellano (Cine maldito)
Mientras Bela Tarr mantenía ese pulso tocado por la Gracia divina, que representa, dentro de esto que llamamos Cine, una de las evoluciones más locas que va del nervio de Hotel Magnezit (1978) a la representación limpia de la desidia y la pena de El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011), Cannes decidía en 2007 mirar a Dios sabe qué cielo y aceptar aquello que se le ofrecía introduciendo El hombre de Londres en su Sección oficial. Una intuición y una mirada triste, estas que se manifiestan en El hombre de Londres, que traducen a imágenes sin atreverse a expresarnos de manera directa todo aquello que sabe su profética persona, esa punzada que recorre el cuerpo de quien está cerca de penetrar en los misterios del hombre y de la vida. En este sentido, Tarr parece decirnos: esta es la condición humana, estos son los falsos caminos que no llevan a ninguna parte, solo os queda recurrir a la contemplación paciente mientras pasa el tiempo.
Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, EE.UU., 2011). Por Gabriela Rubio (El Blog de Cine Español)
Sugerir es uno de los mayores placeres de algunos directores que, irremediablemente, se convierte en un viaje cinematográficamente enriquecedor para el espectador. Este es el caso de Martha Marcy May Marlene, película que nos sumerge en el mundo de las sectas y las consecuencias para una joven que decide escapar de una de ellas y volver a casa de su hermana. La cinta, que merece un visionado obligatorio, se apoya en la gran interpretación de Elisabeth Olsen como Martha, personaje cuya mente perturbada e inocente traspasa la pantalla a través de una inteligente estructura narrativa que combina presente y pasado. Esta virtud, sumada a su inquietante puesta en escena a base de planos crudos aunque bellos al mismo tiempo, nos sitúa ante una obra que combina elementos que hipnotizan al espectador hasta conducirlo a un final de lo más controvertido. Martha Marcy May Marlene es magistral, oscura, bella y muy diferente a la mayoría de trabajos sobre la temática.
Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk with Me, David Lynch, EE.UU., 1990). Por Juanma Ruiz (Caimán Cuadernos de Cine, Jotdown)
Hace ahora un año, se presentaban en Cannes los dos primeros episodios de Twin Peaks: The Return ante una ovación unánime. El mismo Cannes que, veinticinco años atrás, había abucheado la precuela Twin Peaks: Fuego camina conmigo. Pero vista con perspectiva, aquella cinta contenía ya el embrión de aquello que cautivó en The Return: esto es, el Lynch más descaradamente surrealista, retorcido y libérrimo, un autor que en sus filmes inmediatamente precedentes (Terciopelo azul, Corazón salvaje) se mantenía relativamente contenido, y que únicamente en Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) había dado rienda suelta a sus oscuras y sugestivas fantasías. Sin Fuego, camina conmigo no habrían venido Carretera perdida, Mulholland Drive y, por supuesto, esa tercera temporada de Twin Peaks que supuso la síntesis de toda su cinematografía y el aplauso en la Croisette y en todo el planeta. De aquellos polvos estos lodos y, quizá, un poco de justicia poética. Y onírica.