Tardó un tiempo en llegar a las salas españolas tras su estreno al otro lado del charco -cinco meses si contamos desde su gran recibimiento en el festival TIFF de Toronto-, pero lo hizo en el momento oportuno; la semana previa a la entrega de los galardones de la academia norteamericana. Su abrupta aparición en cartelera parece imitar los arrebatos de ira de su protagonista para demostrarnos que, a pesar de haber sido vista casi como una invitada de excepción por parte de la crítica más conservadora, su relato es uno de los más hilarantes, controvertidos y explosivos del ejercicio que se ha cerrado recientemente con la entrega de los premios Oscar. Sus tres nominaciones –solo una se convirtió en un radiante galardón en las manos de Allison Janney– fueron completamente meritorias si destacamos cómo los matices artísticos de la película se alejan de convencionalismos a los que estamos acostumbrados para desarrollar un estiloso biopic de confección artesanal, con forma de falso documental en el que la tragedia está suavizada por una comedia tan afilada como la cuchilla de los patines de Tonya Harding.
El guion de Steven Rogers encuentra un equilibrio vacilante entre las corrientes humorísticas, violentas y con cierto aire paleto de la película para que la vida de la patinadora olímpica sea un drama mucho más interesante de lo que podíamos imaginar en especulaciones previas. Su efectividad argumental queda además culminada al encontrar en la miserable vida personal de su protagonista el contrapunto perfecto a su magnífica carrera deportiva, o vinculando en un mismo espacio el rechazo hacia personajes ciertamente despreciables con la empatía hacia puntuales alardes de ingenua heroicidad. Dichos contrastes -mecidos por un continuo estilo satírico que pone en entredicho el ensueño del motor social norteamericano- no son más que el medio que Yo, Tonya (I, Tonya, 2017) utiliza para entretener y molestar a partes iguales, llegando a tomarse el lujo de romper la cuarta pared durante los cortes puramente dramatizados para lanzar críticas autoconscientes, o presionar la conciencia incluso de los más testarudos con perlas dirigidas al público como la que ya se adelantó en el tráiler: “América. Quieren alguien a quien amar, pero también alguien a quien odiar.”
Precisamente conseguir despertar el odio, o la rabia, de su hija es lo que LaVona Golden considera la mejor muestra de cariño o educación que pueda demostrarle. No obstante, y con cierta fortuna, es el amor hacia el deporte como único surtidor de esperanza y alegrías en su vida es lo que mantiene a la patinadora sobre el hielo; probablemente el único amor en su vida que no esté ligado a la violencia física o mental. Es quizás este sinfín de claroscuros en las líneas de Rogers, lo que pudo suponer el principal temor de todas las productoras que decidieron archivar el proyecto durante largo tiempo, hasta que el azar hizo caer el panfleto en las manos de Robbie Margot, quien enloqueció con una historia tan perversa y completamente desconocida para ella (también para el que suscribe; demasiadas cosas las que se nos escapan a los que nacimos a partir del 90). Decidió entonces convertirse –al mismo tiempo y por primera vez en su carrera- en protagonista y mecenas de una película.
Margot recoge en este momento toda la práctica que ha sembrado en su filmografía anterior. Su interpretación, cargada de naturalidad y sarcasmo, sostiene acrobáticamente el hilo emocional de la cinta a través de un ambiente familiar puramente desestructurado y tóxico. Sus enfrentamientos en pantalla con Allison Janney (excelsa en el papel de madre poco ejemplarizante; un papel para recordar, además de haber sido reconocido por la academia) son quizás los momentos más reseñables, donde encontramos una relación desquebrajada desde la infancia que desembocará en decisiones precipitadas y torpes; causa y efecto de la ruda, ciertamente maleducada, y áspera personalidad de Tonya. Una de dichas decisiones: el más que nombrado “incidente”. Hecho que paradójicamente nos ha llevado hasta la butaca pero que queda desmarcado de manera soberbia del verdadero propósito, que en ningún momento fue esclarecer los hechos adyacentes al nefasto evento, lo cual supone un alivio para la narración y una celebración para el espectador, quien verá pasar dos horas en su reloj sin apenas ser consciente de ello.
Todo el equipo detrás del resultado, encabezados por Craig Gillespie a la dirección, consigue la cohesión de un film con un montaje fantástico donde los cortes narrativos (aparentemente bruscos) son justificados por el formato escogido, y que, en esencia, se acercaría a un documental planteado por trazos cercanos al realismo de los hermanos Coen y ejecutado con un pulso similar al Brian de Palma más violento, mientras que su frenética banda sonora guiña el ojo a la melomanía del joven Scorsese que no dudaba en utilizar el rock como batuta en sus escenas. Son nombres en mayúsculas, pero hay muchos matices en Yo, Tonya que la convierten en una película que será reconocida y frecuentada en los próximos años. De momento, podemos distinguirla como una grata recomendación, y posiblemente una de las películas más irreverentes en la (recién festejada) nonagésima contienda de los Oscars.