Yo, Daniel Blake es el título del último largometraje del veterano Ken Loach, ganador de la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes y Premio del Público en San Sebastián. Muy consciente (y coherente) con el discurso de toda su obra, Loach construye un relato a base de golpes certeros ya desde el propio título del film. Con el pronombre personal “yo”, primera persona del singular, seguido del nombre del protagonista, el realizador se vale de la estructura oficial empleada en reclamaciones, alegaciones o cualquier otro tipo de documento de carácter legal para verificar (y corroborar) la autenticidad del firmante. El film apuesta por hacer consciente las implicaciones personales (esas que nada tienen que ver con la burocracia administrativa) que este tipo de estructura sintáctica conlleva en calidad de autoafirmación necesaria para la autoestima: reconocerse sujeto consciente con poder y capacidad para responsabilizarse de uno mismo. Y eso es, precisamente, lo que viene a contarnos Yo, Daniel Blake.
Ken Loach lleva toda su carrera enfrentando al público con su realidad inmediata, ya sea retratando la sociedad actual o desentrañándola al transitar la memoria histórica y colectiva de acontecimientos pasados (Tierra y Libertad, 1995; El viento que agita la cebada, 2006). La denuncia social, eje vertebral de su obra, aparece en pantalla en clave de reflejo refractario de las miserias humanas que devienen del círculo vicioso institucional y político del que parece imposible escapar. Daniel Blake es otro de esos rostros a los que el británico rescata del anonimato y da nombre, despojándolo de su condición numérica. La cámara le observa mientras espera en la cola del paro, de la seguridad social o de la beneficencia. El realizador coloca en el punto de mira a estas personas anónimas para visibilizarlas por ser quienes son. Desposeídos de moral autónoma, la decepción vital e incluso el abandono, estas no terminan de ser las características definitorias de estos personajes. Y es ahí cuando surgen los aspectos más controvertidos del director, cuando decide dar luz y esperanza a sus desalentadores relatos. La sociedad que describe Loach (y Paul Laverty, guionista habitual) muestra a unos individuos aislados y limitados institucionalmente pero con toda una red de solidaridad en su entorno más inmediato. La resistencia aparece en escena cuando es la ciudadanía (entendida como conjunto de individuos que comparten una relación social) la que salvaguarda el bienestar de quien está desvalido, algo que en la cinta se muestra a través del trueque, forma de cubrir las necesidades entre los protagonistas y que pasa de ser un trueque material a uno emocional (o amistad).
Daniel Blake comparte una desidia existencial con otros de los personajes de la filmografía del inglés, apatía fruto de una redundancia circunstancial que consigue traspasar las pantallas. No se puede desviar la mirada: la imposibilidad de autosuficiencia es lo más peligroso para el ánimo. Quizá Ken Loach, consciente de esta realidad reiterativa y sus secuelas, siga insistiendo en algo que ya ha dejado claro a lo largo de su carrera y que ahora abandera con Yo, Daniel Blake: la única forma de salvar la vida es en el encuentro con el otro. Y no hay mejor autoafirmación que estar dispuesto a ayudar, y sobre todo, a permitir ser ayudado.
Lo mejor: la veracidad de sus escenas (creer que lo amplifica es no conocer la realidad actual).
Lo peor: que aún haya quien se cuestione la naturaleza del film como cine social.
Por Cristina Aparicio
@Crisstiapa
