La invasión del cine americano (hablamos de una industria potente y omnipresente) impone temáticas que calan en el imaginario del público a nivel global, imponiendo figuras y argumentos que pasan a ser de uso común para cualquier ser humano, más allá de sus fronteras, aunque su interés histórico sea relativo. De esta manera se puede afirmar que el western es el género que hizo del séptimo arte el entretenimiento de masas más importante del pasado siglo, cuando en realidad no es más que un episodio menor en la historia de los propios Estados Unidos. Lo mismo podríamos decir de la guerra de Vietnam, o su obsesión con la figura de los sociópatas.
En menor medida, y aunque no es privativa de la realidad yanqui, las películas sobre infiltrados de los cuerpos de seguridad en bandas de narcos, mafiosos, redes de prostitución, etc, están a la orden del día. Quizá el filme más recordado cuando hablamos de polis disimulando lo que son sea Sérpico (1973), en la que un maravilloso Al Pacino era capaz de sostener una película de más de dos horas simplemente con su presencia. Recordamos también la excelente Donnie Brasco (1997), donde Pacino repite del otro lado de la legalidad. La Academia de cine hizo justicia con Martin Scorsese a través de una de sus películas más mediocres, Infiltrados (The departed, 2006) remake de un exitazo de taquilla en Hong Kong titulado Infernal affairs (2002) . Podemos ver a Jonah Hill y Channing Tatum repitiendo curso y rol en las comedia Infiltrados en clase (21 Jump Street, 2012) e Infiltrados en la universidad (22 Jump Street, 2014), sin olvidar otras que conectan tanto con el público que convierten su estética y sus protagonistas en un referente de la cultura de masas, como ocurrió con Le llaman Bodhi (Point Break, 1991), o la nominada este año a los Oscar Infiltrados en el KKKlan (BlacKkKlansman, 2018). Incluso en España tenemos buenas obras con este argumento, como El lobo (2004) con Eduardo Noriega en el papel de un policía tratando de dinamitar ETA desde dentro.
En este contexto era necesario dar otra vuelta de tuerca y buscar historias que, dentro de la temática, sorprendan a un público con sobredosis de nombres falsos y micros ocultos. Este hueco viene a llenar White Boy Rick (Yann Demange, 2018), la historia real de un preadolescente que aprovechó su amistad con miembros de una banda de narcos para venderlos al FBI, en parte por salvar el pellejo, en parte por la inexplicable atracción del ser humano hacia el peligro. El pequeño (pero matón) Rick tratará de salvar una familia en ruinas, y el FBI aprovechará su espíritu poco reflexivo para tratar de llevar a sus enemigos ante la ley.
Rodada de forma ágil, cámara al hombro, con un montaje sin respiro, a la película le falta tensión y bastante alma, a pesar del ímpetu de un Matthew McConaughey (sin papeles pequeños desde hace años) y del protagonista, un competente Richie Merritt en su debut. La ambientación recuerda a las grandes películas político-sociales de los años 70, y aunque el guion, narrado cronológicamente, es correcto, no guarda muchas sorpresas que diferencien a White Boy Rick de otras películas de infiltrados, lo que no es poco. Gustará a los amantes del género, y a los que no lo sean no les aburrirá.
Lo mejor: Una historia desconocida y adictiva, rodada de forma correcta y con el plus del “basado en hechos reales”.
Lo peor: Poca profundidad en la personalidad de los protagonistas, y cierta ambigüedad en sus intenciones.