El cine de Alexander Payne viene marcado por los viajes; ya sea un recorrido por los viñedos de Napa como sucedía en Entre copas (Sideways, 2004), film que le puso en todas la miras de la cinefilia, ya sea para recoger un premio (Nebraska, 2013) o para conocer a la familia del futuro marido de su hija e intentar que recapacite (A propósito de Schmidt, 2002). El viaje es tomado como cambio, aquel que sufren los personajes en sus films, expuestos a travesías emocionales y personales que deben afrontar sabiendo que no hay marcha atrás; como el viaje interno que emprende el personaje interpretado por George Clooney en Los descendientes (The Descendants, 2011). Momentos cruciales en vidas, más o menos normales, que desafiarán a los individuos a demostrar quienes son –o quieren llegar a ser- en realidad. El autor, que entiende el mundo con sentido del humor y mucha ironía, muestra retratos de la clase media americana que siempre aspira a más y posee ese halo de insatisfacción. En su último trabajo, Una vida a lo grande (Downsizing, 2017), Payne propone un viaje (cambio) que, además de geográfico y emocional, es físico.
Unos científicos noruegos han descubierto la solución a los problemas de la humanidad, pueden encoger a una persona hasta los ocho centímetros, lo que implica ahorro energético, mayor riqueza y menor contaminación. Paul (Matt Damon) y su esposa (Kristen Wiig), en el deseo de acabar con su mundana existencia, toman la decisión de reducir su tamaño. Payne nos hace participes de ese viaje durante la primera y magnifica hora del metraje, lo narra de forma que hace creíble el proceso –ante la dificultad técnica y lo disparatado de la idea-, y podemos llegar a entender a los personajes con sus aspiraciones y decisiones, tomadas casi siempre de un punto de vista material. La idea funciona, engancha y por momentos tiene algo de El show de Truman (The Truman Show, 2008) al analizar ese mundo artificial. Desarrolla con brío una idea que en su exposición tiene una nota de sobresaliente, pero cuando la clarividencia de la narración pierde la buena dinámica, aparecen los problemas.
Es esta la película más ambiciosa de Payne, y tal vez por ello, parezcan varias películas en una; lo que parecía apuntar a gran reflexión cinematográfica se va diluyendo ante la indecisión del camino a tomar por el propio guión. La duración del metraje –un exceso- no hace más que subrayar lo dicho con anterioridad, y todas las tramas que se pretenden abarcar dejan al espectador un tanto aturdido ante tal cantidad de frentes abiertos. A la hora de resolver la película, el director opta por el camino de en medio y elige la decisión más obvia y menos arriesgada, una pena. La aspiración de hacer algo grande aparta a Payne de lo sustancial, distanciándolo de sus sencillas pero claras y universales historias.
Correctamente interpretada, con Matt Damon en el papel protagonista, se da una constante en el cine del realizador norteamericano: la valiosa aportación de los actores secundarios. Jason Sudeikis, Kristen Wiig, o la sorprendente Hong Chau. La actriz tailandesa es la auténtica robaescenas y descubrimiento absoluto del film, con su desparpajo hace que no apartemos la vista de la pantalla. Ocurre al contrario con Christoph Waltz, actor en el que comienzan a verse ciertos tics que sabe que le funcionan y que parece encasillado en una interpretación siempre de similares características a pesar de su (contrastado) talento.
Lo mejor: Hong Chau, que devora la pantalla.
Lo peor: La pérdida de un objetivo claro hace que el film decaiga inevitablemente.
Por Javier Gadea
@javiergadea74
