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La vida es bella: fábula de emociones

A lo largo de los años, las ceremonias de los Oscar nos han dejado innumerables imágenes para el recuerdo, aunque, quizá, una de las más recordadas sea la que se dio en 1998, cuando la actriz italiana Sofía Loren entregó el premio a la Mejor película extranjera. Tras abrir el sobre, gritó ilusionada su ya mítico ¡Roberto!. Acto seguido un desatado Roberto Benigni comenzó a subirse a las butacas del Kodak Theather para celebrar por todo lo alto (nunca mejor dicho) su triunfo hollywoodiense ante la temerosa y sorprendida mirada de un Steven Spielberg que no daba crédito a lo que estaba presenciando. Finalmente, la película terminaría la ceremonia alzándose con tres de las siete estatuillas a las que estaba nominada.

Aquel fue el momento cumbre de un filme que, sin apenas hacer ruido, iba ganando premios y adeptos por cada festival que pasaba gracias a una historia numerosas veces contada, pero que trataba uno de los aspectos más desoladores de la Segunda Guerra Mundial a través de la comedia y el romanticismo y como nunca antes habíamos visto: La vida es bella (La vita è bella, 1997), una sorprendente fábula cinematográfica que ilusionó, emocionó y tocó el corazón de millones de espectadores de todo mundo.

Su historia comienza en Arezzo (Italia) en las postrimerías de los años treinta. Guido (Roberto Benigni), es un simpático judío de espíritu optimista y jovial que contrae matrimonio con una profesora local llamada Dora (Nicoleta Braschi), con la que tendrá un hijo llamado Giosué (Giorgio Cantarini). La feliz vida familiar cambia cuando el país transalpino es ocupado por los nazis y estos son enviados a un campo de concentración. En su nuevo destino, Guido intentará evitar que Giosué sea partícipe de la realidad que están viviendo haciéndole creer que todo lo que está sucediendo forma parte de un juego que tiene como premio final un majestuoso carro blindado.

Desde su comienzo, el film bebe claramente de la Commedia dell’Arte y del neorrealismo italiano, logrando como resultado una combinación perfecta entre el drama de la época y la comicidad que desprende su protagonista. El film está dividido en dos partes perfectamente diferenciadas y muy bien definidas; una primera parte vitalista, divertida e irreverente que sirve como presentación de los personajes y en la que el director utiliza varios recursos sencillos y efectivos de la comedia clásica para empatizar con el espectador, como son el slapstick o el clown; después, una segunda mitad mucho más dura, oscura y trágica donde nos impregna de manera efectiva de un halo de emotividad y tristeza. En este último tramo, pasamos de las aventuras románticas y cómicas de Guido en la Toscana, al aislamiento entre cientos de presos judíos en los barracones fríos y sucios de un campo de concentración. Es posible que sea en este punto, donde radica esa extraña originalidad que tanto entusiasmó al público de todo el mundo, una dualidad casi perfecta entre tragedia y comedia que tiñe toda la cinta.

La película ha sido criticada por sus detractores como algo frívolo que trata el delicado tema del Holocausto de manera jocosa y banal. Sin embargo, lo que Benigni nos quiso hacer ver con su trabajo es totalmente lo contrario: el mensaje para el espectador resultó una oda al optimismo y al sentido del humor como «armas» alternativas para sobrevivir en tiempos de guerra.

Sin necesidad de recrearse en la crudeza de la «solución final», el realizador italiano nos plantea una historia llena de ternura que, aunque triste, funciona también como tremendo homenaje velado a la figura paterna a través del personaje interpretado por el propio Benigni, un Don Quijote que lucha contra gigantes invencibles con el fin de mantener ilusionado a su hijo y demostrarle que, como dice el título, a pesar de todo la vida realmente puede ser bella. Curiosamente, este título  se le ocurrió al actor y director italiano mientras leía la biografía del revolucionario Trotski, quien ha pesar de haber tenido una vida terrible y llena de episodios atroces, concluía sus memorias diciendo: ‘He vivido todo esto pero al final sólo me queda decir una cosa: la vida es bella

Las interpretaciones del reparto son excelentes, destacando el maravilloso trabajo que realiza Roberto Benigni y que, a la postre, le supondría el Oscar como Mejor actor principal aquel mismo año. Tal vez pueda resultar algo histriónico en algunos pasajes de la película, pero ese punto bufonesco era necesario para darle al personaje la comicidad que requería dentro del entorno de tristeza y terror que lo rodeaba. Por otro lado, otro de los aspectos sorprendentes de la película es el acierto de casting con el pequeño Giorgio Cantarini en el papel de Giosué. Su aspecto angelical, bondadoso e ingenuo, nos regala gestos y miradas que hacen todavía más emotiva y cautivadora no sólo su interpretación, sino nuestra percepción de la parte final de la cinta. Sin duda, su trabajo influye sobremanera en que algunas secuencias provoquen la inevitable lágrima del espectador.

Al final, La vida es bella, que tiene en su corazón el espíritu del mejor Chaplin, consigue tocarte el alma y emocionarte gracias a todas esas virtudes, pero también a la delicadeza de su guión y a la belleza implícita en sus imágenes. La película del gran Benigni es, en conclusión, un verdadero canto a la libertad, al amor, y sobre todo a la vida.

Por David Areces
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