«Los directores pueden girar sus cámaras para mostrar cualidades humanas que todos compartimos y romper con los estereotipos que hay sobre diversas nacionalidades y religiones. Crear empatía entre nosotros y los otros. Una empatía necesaria hoy más que nunca«. De esta manera, interpelando a sus homólogos de profesión, Asghar Farhadi cerraba desde la distancia y a través de la voz de la ingeniera iraní Anousheh Ansari, su discurso de agradecimiento por el que ha significado el segundo Oscar en su carrera. El viajante (Forushande, 2016), supone un nuevo reconocimiento internacional y otro paso de gigante para que el realizador sea considerado (si no lo es ya) uno de los directores más laureados de la cinematografía de su país.
Paradójicamente, en esa reivindicación final escrita desde la lejanía voluntaria aunque forzada por las terribles decisiones de un político que tiene más de payaso de circo que de líder gubernamental, se resumen a la perfección varios de los objetivos del cine de Farhadi que, en conclusión, resulta uno de los narradores más interesantes de la actualidad. Su cámara, a veces pausada y a veces nerviosa, capta las diferentes esencias de un país de historia convulsa y sociedad etiquetada con algunos de esos estereotipos que el director reprueba y que, una y otra vez, hace añicos a través de sus magníficos guiones. Desde Dancing in the Dust (Raghs dar ghobar, 2003), pasando por A propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009), Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011) o ahora El viajante, Farhadi ha navegado con pulso firme por las agitadas aguas del drama psicológico desde el punto de vista más humano y terrenal, utilizando como herramienta principal la conexión con la capacidad empática del espectador. Esa creación casi espontánea de un vínculo entre los diferentes personajes que han ido desfilando a través de su cine y el público, es el motor de las impactantes historias que el iraní relata y que transcurren, sorprendentemente para su género, en la más absoluta cotidianeidad.
Con El viajante, Farhadi continua su reconocida labor profesional a la vez que confirma sus principios como realizador, pilares que se sustentan sobre su preocupación por lo humano y lo social, frente a lo periódico y habitual como contexto de sus historias. Estas señas de identidad, que vienen a conformar una suerte de escenario teatral, se preparan para acoger al elemento disruptivo, una bomba de relojería que el realizador sitúa como epicentro de sus narraciones y que irrumpe como el desencadenante que pondrá en tela de juicio lo trascendente de las virtudes y los principios morales de cada individuo. Esta última disyuntiva aparece en la obra teatral del escritor Arthur Miller Muerte de un viajante, representación en la que trabajan los protagonistas de su última película y que sirve como vehículo narrativo de los sucesos que nos describe el film, plagados de paralelismos con el texto del dramaturgo estadounidense. Además de los aspectos más personales y complejos del ser humano, Farhadi utiliza otros temas presentes en Muerte de un viajante, tales como la alteración del núcleo familiar o los problemas económicos, para dotar de todo el sentido la dualidad entre la representación teatral y el drama alternativo al que se enfrentan los personajes del film una vez que este ha terminado. Como es habitual, las películas de Asghar Farhadi poseen un fuerte magnetismo que nos empuja hacia el mismo corazón del drama y nos sitúa frente a frente con esa realidad incómoda a la que nos tiene acostumbrados con sus guiones.
Llegados a esta última parada, donde la filmografía del iraní muestra toda su fuerza a la vez que descarga toda la tensión acumulada, podríamos intentar encontrar todas las respuestas no sólo a las preguntas que formula cada película como ente individual, sino a las encrucijadas que plantea la propia filosofía del cineasta. Podría ser esa capacidad de reflexión y sinceridad consigo mismo y con la sociedad, la que ha forjado sobre él una fama de director comprometido con su propia comunidad a la vez que lo es de manera universal (los conflictos carecen de nacionalidad). Con desconcertante naturalidad, el iraní propone en toda su filmografía, y de manera muy singular en El viajante, un debate interior sobre los auténticos fundamentos de la ética y la moral, de nuestra capacidad para el entendimiento y nuestra actitud ante la humillación como castigo a infligir, dura prueba a la que nos somete nuestro confuso sentido del deber a través de la venganza.
Lo mejor: Farhadi lo vuelve a hacer; remueve, zarandea, rompe.
Lo peor: que, gracias a la política de un bufón, el director no acudiese a la gala de los Oscar.