Playa, montaña… ¿o quizá ciudad?. Más allá del entorno, el verano es un período del año que el cine ha reflejado en contextos muy diferentes, transmitiendo sensaciones que trascienden las altas temperaturas o las obvias y tan humanas ansias de desconectar. Los protagonistas de estas historias, vendidos a los caprichos de la temporada estival, han regalado a la filmografía veraniega algunos de los relatos en veinticuatro fotogramas más apasionantes de su historia.
Convocamos a un puñado de compañeros de la prensa y la crítica para que nos aporten su granito de arena a la hora de confeccionar una recopilación de trabajos marcados por su carácter veraniego. Una lista que, alejada de los estándares, pretende resultar una antología tan interesante como diferente. Apunten, amigos lectores:
Lila dice (Lila dit ça, Ziad Doueiri, Francia, 2004). Por Javier G. Godoy (Redrum, Directoras de Cine)
La siempre compleja Francia multicultural es el escenario de este romance de verano entre dos adolescentes: Lila, una angelical rubia de mirada intensa y formas seductoras, ha embrujado con sus ademanes llenos de erotismo a Chimo, un joven de raíces árabes desencantado con las pocas esperanzas que les brinda a los inmigrantes -y a los hijos de estos- una sociedad que mira para otro lado. A través de este juego de seducción plagado de explícitas aunque poéticas insinuaciones, el libanés Ziad Doueiri -director de El insulto– construye un relato a veces doloroso que sube la temperatura mientras, a la vez que los tórridos diálogos, avanza la hostilidad de un entorno que parece no entender esta pasión de juventud. La soltura y química de los dos jóvenes actores, el objetivo de una cámara que gira a su alrededor y una crítica subyacente a la situación de los guetos étnicos en contextos urbanos, completan una película osada y de sugestiva belleza ganadora de los premios de Mejor guión y Mejor actor (Mohammed Khouas) en el Festival de Gijón de aquel 2004.
American Graffiti (George Lucas, EE.UU., 1973). Por Gonzalo Contreras (Crónicas de cinéfilo, Algo Contigo – Gestiona Radio Asturias)
Última noche del verano de 1962. Pocos años antes de la guerra de Vietnam, los jóvenes estadounidenses vivían en una continua y despreocupada adolescencia. El calor estival era solventado con bailes estudiantiles interminables, carreras de coches y encuentros íntimos en la parte trasera del Chevrolet de ocasión. En American Graffiti, George Lucas, a golpe de Rock & Roll, abrió su particular baúl de los recuerdos compartiendo con los espectadores una juventud que ya quisiéramos haber vivido muchos cinéfilos aquejados por la nostalgia audiovisual y reflejando, como ningún otro cineasta, la magia implícita en aquella gloriosa época. Pero aquí no acabó la cosa: por encima de su evidente mitificación, esta maravillosa película, la mejor de su director (discúlpenme los entusiastas de Star Wars), supone una de las aproximaciones más certeras sobre lo que significa la pérdida de la inocencia. Con el amanecer, empezaba una nueva etapa desconocida hasta entonces: atrás quedaban las taquillas escolares que abríamos a base de manotazos, las féminas que hacían temblar nuestras piernas, los “hombres lobo” que alegraban nuestros paseos en automóvil y que, en realidad, no eran más que locutores anclados en la soledad de la noche. En otras palabras, el fin del sueño americano.
Moonrise Kingdom (Wes Anderson, EE.UU., 2012). Por Ignacio Navarro (El antepenúltimo mohicano)
¿Qué mejor representación del verano que el descubrimiento del primer amor en el contexto de un campamento (de boy scouts para más señas) propio de esta estación? Esta es la premisa de Moonrise Kingdom, obra magna de un director cuya filmografía se caracteriza por acudir a estereotipos como el señalado y darles la vuelta, en este caso porque los adolescentes protagonistas (incluyendo a un joven Lucas Hedges) se comportan más bien cómo harían los adultos (entre otros Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand o Bill Murray) y viceversa. Anderson propone entonces un encantador juego de espejos que se apoya formalmente en su conocido uso de encuadres simétricos y medidas panorámicas, las cuales por otro lado nos trasladan a unas coordenadas espacio-temporales muy concretas: una isla de New England en los años 60. Por tanto, la nostalgia es doble: la propia de las experiencias que suelen asociarse al verano pasajero, y la derivada de la época en que transcurre la aventura, que trasciende sus esencias narrativas y estéticas para adquirir un aire anacrónico, hechizante y totalmente irresistible.
El verano de Kikujiro (Kikujiro, Takeshi Kitano, Japón, 1999). Por Carlos Fernandez Castro (Bandeja de Plata, Caimán Cuadernos de Cine, Directoras de Cine)
En la primera imagen de El verano de Kikujiro, Masao luce una mochila con un par de alas que parecen brotar de su espalda. Dada la originalidad del film, no hubiera sido descabellado que el joven protagonista hubiera arrancado a volar en ese mismo instante. Sin embargo, esas alas no son tanto un símbolo de la fantasía del relato que viene a continuación como de la libertad creativa que va a conducir esta ruta suicida hacia el corazón de la inocencia infantil: un niño que vive con su abuela y que perdió a su padre en un accidente de coche, emprende un largo y rocambolesco viaje hacia el lugar donde trabaja su madre, ausentada desde hace tiempo del hogar familiar con la excusa de mantener a flote la economía doméstica. Este argumento sonaría relativamente normal si en la ecuación no entrara el personaje que da título al film, un adulto tarado, sociópata y sin ningún tipo de sentido común que convierte el viaje de Masao en una aventura de lo más esperpéntica. En ella tienen cabida tanto la larga estancia en una casa de apuestas y la visita a un prostíbulo como varios momentos de una sensibilidad desbordante que, allá por 1999, revelaron un aspecto novedoso en el cine de Takeshi Kitano. El verano de Kikujiro es cine de colisión: los adultos muestran comportamientos infantiles y los niños destacan por su sentido de la responsabilidad, las palabrotas y las conductas moralmente reprobables conviven con la candidez y la ausencia de maldad, la lógica pierde el pulso contra la creatividad incontrolable de un artista diferente… Kikujiro no solo dibuja el verano que todo niño querría vivir una vez en su vida, sino que además le pone una banda sonora (Joe Hisaishi) que no olvidarás jamás.
Un verano caprichoso (Rozmarné Léto, Jirí Menzel, Checoslovaquia, 1968). Por Rafael S. Casademont (Revista Mutaciones)
Elijo esta película porque no me puedo sentir más identificado y a la vez más alejado de la representación de la época estival que realiza Jirí Menzel en Un verano caprichoso. Rodada a las puertas de la efímera Primavera de Praga (que acabó precisamente en agosto de aquel 1968) Menzel nos sitúa en un tranquilo balneario, casi una pocilga, habitado por tres hombres maduros tan patéticos como entrañables. Como por arte de magia, llegan una pareja de acróbatas, él (el propio Menzel) y ella (Jana Preissová), de belleza angelical y presencia mística. La vida se detiene al paso de la joven y los señores parecen recuperar la fe en el mundo. Claro que podríamos decir que es la historia de tres viejos verdes, pero también es el retrato de tres seres humanos acabados que reviven por un momento una época de vacaciones antes de volver a morir. Un verano caprichoso es magia de mentira, es un paraíso sudoroso, es más bonita porque acaba… mal.
Oslo, 31 de agosto (Oslo, 31. August, Joachim Trier, Noruega, 2011). Por Carlos Durango (Redrum)
El nombre de Joachim Trier ha vuelto a sonar recientemente en el panorama europeo gracias a su obra obra Thelma (2017), lo cual ha conseguido hacer recordar que su filmografía está plagada de un lirismo evocador de la bondad humana normalmente rechazado por otros autores europeos en sus dramas. La melancolía, la soledad y el reflejo del paso del tiempo son los acompañantes de un joven que dejó las drogas atrás e intenta reincorporarse a una vida que no frenó cuando él decidió bajarse en marcha. Esta obra rebosa una calma explosiva y altamente amarga, capaz de describir con sinceridad y frustración un final evocado desde un excelso ejercicio de cercanía narrativa y naturalidad.
Un día de verano (Gu ling jie shao nian sha ren shi jian, Edward Yang, Taiwan, 1991). Por Pablo López (Revista Mutaciones, Caimán Cuadernos de Cine)
Siendo justos, esta película es todo menos veraniega. Solo que, a la vez, es profundamente veraniega. Con sus cuatro horas de metraje, sus múltiples personajes y abundantes tramas, Un día de verano se puede permitir ser generosa en contradicciones, todas ellas fascinantes. También en dificultades, especialmente para el espectador occidental que se acerque a la película sin saber nada de la historia de Taiwan o poco acostumbrado a una puesta en escena, afín al estilo del gran Hou Hsiao-hsien, que prefiere el plano general, el montaje pausado, la elipsis y el sonido diegético. A cambio, el film de Yang ofrece todas las recompensas que pueden caber en un año escolar de 1960: amores adolescentes, música rock, dictaduras militares, crisis familiares, dudas identitarias y violencia pandillera. Y, sobre todo, un verano que nunca llega, que existe solo como promesa en una canción de Elvis Presley.
Adventureland (Greg Mottola, EE.UU., 2009). Por Sergio F. Fernández (Redacción Atómica)
Adventureland es una sencilla historia, de unos recursos limitadísimos, pero capaz de transmutar los sentimientos en imágenes, los de un adolescente recién graduado que se ve obligado a trabajar en un parque de atracciones para poder costearse sus estudios universitarios. Hace nueve años contar con un trío protagonista compuesto por Jesse Eisenberg (James, el protagonista romanticón que cumple todos los estereotipos), Kristen Stewart (Em, la verdadera protagonista que brilla con luz propia) y Ryan Reynolds (el rocker guaperas que cierra un trío amoroso muy disfrutable) era una pequeña apuesta. Hoy en día sería un lujo inalcanzable. Pero los lujos de Adventureland y su fantástica travesía estival no acaban aquí. La búsqueda del amor como última tabla rasa, la capacidad de defraudar a los seres queridos o la extinción de la figura parental a finales de los años 80 (mientras Ronald Reagan aún hablaba de libertad desde el Despacho Oval) son algunos de sus temas mayores, que en ningún momento ocultan otras subtramas más que interesantes, como es el salto a la madurez, la (in)capacidad de afrontar nuevas responsabilidades o incluso la abstinencia católica entre los jóvenes norteamericanos de occidente. Satellite of Love de Lou Reed es en Adventureland la primera vez hecha canción, pero en este coito (*intercourse en inglés) hay todo tipo de preliminares, desde los David Bowie, The Cure, Yo La Tengo o INXS, que conforman uno de los mejores soundtracks de lo que llevamos de siglo hasta el equipo de secundarios, capitaneados por unos Bill Hader y Kristen Wiig que como Bobby y Paulette (los gerentes del parque) son los únicos adultos capaces de profesarse el mismo amor que cuando eran colegiales. Toda una gran lección veraniega para los tiempos que corren.
El jardín (Sommerhäuser, Alemania, 2017). Por Cristina Aparicio (Redrum, Caimán Cuadernos de Cine, Insertos)
Hay algo de nostálgico en la cinta de Sonja Marie Kröner El jardín, que consigue capturar esa esencia infantil e ilusa de los niños que convive con los conflictos conyugales y adultos que se dan cita en la época estival. Con un humor más sutil, El jardín recuerda al Le Skylab de Julie Delpy, film de altas dosis de amabilidad que convertía las rencillas familiares en oportunidades de diálogo y cariño. Más realista, más adulta o simplemente más mordaz resulta la ópera prima de Kröner, quien da muestras de una gran habilidad para componer un preciso retrato de las dinámicas familiares y los cambios generacionales a partir de la mutación del punto de vista dentro de la narración. El jardín compartido por las distintos miembros de una familia es el punto de encuentro de las casas vacacionales de cada uno. Un mismo espacio donde crecer, perder la inocencia, esconderse, jugar, pero sobre todo un lugar donde entender que, quizá, las mejores vacaciones no son con la familia.
Verano en Louisiana (The Man in the Moon, Robert Mulligan, EE.UU, 1991). Por Joaquín Fabregat (La imagen que habla)
Noche calurosa, el sonido de los grillos se mezcla con la voz de Elvis Presley. Dani (Reese Whiterspoon) y su hermana mayor Maureen (Emily Warfield) duermen en el porche de la casa bajo una inmensa luna llena. Las dos hablan del futuro, de sus miedos e ilusiones. La vida está a punto de abrirse ante ellas en toda su plenitud, igual que ese cálido verano sureño a finales de los años 50. Durante ese verano conocerán el amor, el desamor, el primer beso y el deseo sexual pero también la perdida y el dolor irremediable. Robert Mulligan, en su última película, volvía a acercarse a la adolescencia, mostrando un gran respeto por sus jóvenes personajes, dotando el film de una delicada sensibilidad exenta de sensiblería y guardando las distancias justas para no caer en la cursilería ni en el drama altisonante. Un relato donde el final del verano es también el de la inocencia, el de la asunción (en una secuencia final idéntica a la inicial) de que quizá la vida no tiene por qué tener ningún sentido y la muerte y el dolor son parte inexcusable de ella.
La rodilla de Clara (Le Genou de Claire, Éric Rohmer, Francia, 1970). Por Alberto Hernando (Revista Mutaciones)
El verano, para Éric Rohmer, es más que una estación. Es, ante todo, una temporada de ocio, de pequeños placeres y moralidades. Y el territorio moral idóneo del hedonismo; no aquel hedonismo vulgar y amoral del consumidor sino el del buen gusto, que agrupa al arte de conversar, de saber mirar y de vivir lo efímero sin agonía, como las estaciones. Y por eso es también un cine de seducciones, azares, destinos y autoengaños. En La rodilla de Clara, el ocioso verano es un meandro en la vida de sus personajes –Jerome, el protagonista, va a casarse a su regreso- en los que jugar con el destino y el artificio, esto es, el arte. Jerome proclama un amor sin voluntad: se casa porque es lo más natural de acuerdo a sus inclinaciones y le es un esfuerzo inútil estar con otra mujer. El juego que le propone una amiga novelista con las adolescentes de la casa en que se aloja le ofrece la coartada de la ficción para poner a prueba sus deseos, inclinaciones y voluntad. Un juego en que los matices quedan abiertos al espectador, con unos ritmos y gestos que no siempre apoyan las plácidas conversaciones en las que los protagonistas comparten sus afectos, y que invita, en verano, a explorar las propias inclinaciones.
El camino de vuelta (The Way Way Back, Nat Faxon y Jim Rash, EE.UU., 2013). Por María Aller (Fotogramas.es, Radio Intereconomía).
Faxon y Rash son actores y se rodean de los mejores en su debut como directores. El elenco escogido hace posible una pasmosa cercanía con este disimulado cuento de hadas: Duncan (Liam James), un chico de 14 años, tímido, callado, inseguro y cabizbajo, inicia unas vacaciones poco apetecibles con su madre (Toni Collette) y su árido y despreciable padrastro (Steve Carell). Todo protagonista desdichado necesita su refugio, un cobijo para no ahogarse con la situación. Paradójicamente, el de este adolescente será un parque acuático. Allí está el hada madrina: el provocador Owen (Sam Rockwell), el refrescante revulsivo para que Ceniciento consiga encauzarse en su camino de vuelta. Con algún que otro trazo grueso, el guión dosifica las píldoras de soledad, amoríos, dramas familiares o superación para dar con un cuento adecuado para transportarnos al verano. A ese verano. Por cierto: Sam Rockwell y Allison Janney han sido los últimos actores con Oscar a mejores actores de reparto. Eso vaticina que la estatuilla pronto les llegará a los otros secundarios de la cinta. ¿Acaso Toni Colette y Steve Carell tienen un mal trabajo?.
Juegos de verano (Sommarlek, Ingmar Bergman, Suecia, 1951). Por Andrés Ross (Orphanik)
“Días como perlas brillantes unidas por un hilo de oro”. Algo tendrá el verano para Ingmar Bergman cuando entre 1951 y 1955 dirigió tres películas que incluían la palabra verano en su título. Se trata de Juegos de verano, Un verano con Mónica y Sonrisas de una noche de verano. Aunque el segundo y el tercer film de la famosa trilogía ocupan un lugar de privilegio en la historia del cine, detrás de la menos conocida Sommarlek se esconde una gran obra que un joven crítico de la revista Cahiers du cinéma, llamado Jean-Luc Godard, calificó en 1958 como la más bella de la películas. La fugacidad del verano y de la juventud. La imposibilidad de encontrarle sentido a la vida, las dudas sobre la existencia de Dios y la construcción de muros cuyo destino es protegernos del dolor y de la tristeza. El sufrimiento como compañero de viaje y la muerte como destino inexorable. Todo esto contado durante un verano en permanente traje de baño en el que dos adolescentes descubren el amor, el sexo, la felicidad y la desdicha. Puro Bergman.
Un verano en casa del abuelo (Dong dong de jia qi, Hou Hsiao-Hsien, Taiwán, 1984). Por Juan Roures (La estación del fotograma perdido, El antepenúltimo mohicano, Dosmanzanas, La opinión)
El sexto filme de Hou Hsiao-Hsien marca el inicio de una trilogía sobre el fin de la inocencia infantil que sigue con Tiempo de vivir, Tiempo de morir (1985) y Polvo en el viento (1986). Apaciblemente ambientada en un pueblo taiwanés durante los meses de verano, la tierna cinta muestra con realismo las aventuras de dos niños que dejan atrás la contención de la ciudad desde el momento en que cambian su cochecito de juguete por una tortuga salvaje. A su alrededor se desarrollan múltiples historias de amor, familia, locura y criminalidad a las que nos acercamos desde su parcializado punto de vista, siendo así cómplices de su imaginación. Entretanto, la contemplativa cámara fomenta calculados planos generales y largas secuencias que el ahora mítico director llevaría al límite más adelante. Quizá no sea la mejor de sus creaciones, pero ninguna otra puede presumir de haber inspirado un clásico a la altura de Mi vecino Totoro (1988), de Hayao Miyazaki, algo, que por cierto, la mayoría ignora.
Somewhere (Sofía Coppola, EE.UU., 2010). Por Raquel Loredo (Revista Mutaciones, En Platea)
Un Ferrari y el rugir de su motor dan vueltas a una solitaria carretera de paisaje desértico. Con este simbólico plano estático Sofía Coppola presenta en Somewhere el bucle de excesos e insatisfacción de la estrella de Hollywood Johnny Marco (Stephen Dorff). El icónico Hotel Chateau Marmont es el escenario de la atmósfera plástica de una crisis de identidad sin melodramas en los característicos tonos pastel de la cineasta. La relación entre el actor y su hija, una hipnótica Elle Fanning encarnando esa juventud epicéntrica de la filmografía de Coppola, es la base de la cinta más desnuda de la neoyorquina. Planos largos y tiempos muertos reservan el aire a videoclip marca Coppola para momentos puntuales. Somewhere es contención contemplativa con regusto reflexivo similar a Lost in translation (2003). Verano de realismo, aislamiento y sutileza.
El largo y cálido verano (The Long, Hot Summer, Martin Ritt, EE.UU., 1958). Por Alfonso Caro Sánchez (El Palomitrón)
Un verano sin incendios, no es verano. Y El largo y cálido verano es un título inflamable, que desprende ascuas. Porque su trama es una hoguera de vanidades, personales y también empresariales, que quema y calcina a sus personajes (no perdáis de vista a sus secundarios) para desnudarlos y sacar a la luz sus prejuicios, sus miedos, sus envidias y sus ambiciones. Un título que le valió a Paul Newman la Palma de Oro en Cannes (el largometraje también se hizo con el prestigioso galardón), una simple anécdota si tenemos en cuenta que la película le unió a Joanne Woodward (tremenda su química en pantalla) y vio amanecer una de las relaciones más duraderas y ejemplares en Hollywood. Las estrellas ochenteras Don Johnson y Cybill Sheperd protagonizaron un remake televisivo que solo ayuda para admirar aún más el trabajo de Martin Ritt, que modeló una referencia imprescindible dentro del cine de los 50.
Pequeñas mentiras sin importancia (Les petits mouchoirs, Guillaume Canet, Francia, 2010). Por Román Puerta (Tierra Filme)
Después de un brutal accidente de tráfico, rodado en un portentosos plano-secuencia que da inicio al film, el resto de amigos de una pandilla de treintañeros deciden irse de vacaciones como todos los años, a la casa de Max, obviando que la ausencia del accidentado marcará su verano y su futuro personal. Canet, que en esta ocasión no ha participado como actor, interioriza la historia haciéndola suya y se centra en esos «pequeños pañuelos» (petits mouchoirs) del título original que se guardan para no herir a nadie, para no sentirse observado por los más allegados. Esas pequeñas mentiras que uno no quiere que las conozca nadie, ni siquiera tus amigos más cercanos. El director filma a sus personajes en planos cerrados, acosando a los actores a los que no deja respirar ni un momento para que nos muestren sus miserias y sus contradicciones. En definitiva, plantea que hay cierta intimidad personal que es necesaria esconder para poder seguir haciendo grupo. Aunque al final será el amigo alejado de su mundo burgués y urbanita el que les abra los ojos en un último discurso moral que chirría entre tanta ocultación pero que servirá de enlace a la continuación que se estrenará dentro de poco tiempo aprovechando el inmenso éxito cosechado por esta película en Francia.
Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, Ingmar Bergman, Suecia, 1953). Por Rubén de la Prida (Caimán Cuadernos de Cine, Bandeja de Plata)
El leve portazo de Mónica (Harriet Andersson) con el que se abre el epílogo de Un verano con Mónica evidencia de modo explícito cuánto debe el film de Bergman a la Casa de muñecas de Henrik Ibsen. La pieza del noruego, reconocida como la primera obra de teatro feminista de la historia, abre una genealogía temática de la que Un verano… es ilustre heredera. Mucho comparte Mónica con la Nora de Ibsen, en su búsqueda de identidad propia como rebelión contra los formalismos convencionales; Bergman nos la presenta como icono de mujer independiente, en un crescendo que alcanza su clímax con las antológicas imágenes de Andersson correteando desnuda por las rocas -una sensual metáfora de la libertad primigenia-. Pero el sueco no podría haberlo dejado ahí, en el idílico sueño de unos días de verano. Antes al contrario: revertirá ante nuestros ojos el júbilo de Mónica en confusión (¿cómo olvidar jamás su desencantada mirada a la cámara?), en ahogo vital ante una cotidianeidad percibida como el veneno de toda esperanza.