El siglo XXI arrancaba de manera impactante con el ataque a las Torres Gemelas, raíz de un terrorismo internacional que ha golpeado en prácticamente todos los continentes de manera brutal e irracional. Calificar a sus ejecutores, tratar de reducirlos a un grupo o una estadística convierte en necios a sus analistas. El terror se ha extendido desde la convulsa Somalia, a paraísos del bienestar como Nueva Zelanda o, como ocurrió un 22 de julio de 2011, a la moderna Noruega. Ustedes lo recordarán bien: la imágenes tomadas desde un helicóptero, una isla en medio de un lago, un bosque, puntos de color que parecen personas, y una mancha negra que los persigue. Gente dejándose caer por acantilados, recordando a los habitantes de las islas del Japón durante la II Guerra Mundial, que preferían morir ahogados antes que la deshonra de rendirse ante el demonio yanki. La isla era Utoya, y esa mancha negra que disparaba indiscriminadamente contra los hijos de las élites, que acudían a un campamento de política, era Anders Breivik, un noruego hijo de diplomático, un racista, un sociópata con delirios de grandeza, convencido de que la invasión bárbara de Europa está al caer.
Ha nuestras pantallas ha llegado la película noruega Utoya. 22 de julio (Utøya 22. juli, 2018), dirigida por Erik Poppe, que narra a tiempo real el ataque de Breivik, con un propuesta que arranca con imágenes de archivo del atentado a las oficinas del gobierno en Oslo, para pasar directamente, interpelando al espectador para su compromiso con lo que va a ver, a un plano secuencia de cámara en mano, siguiendo constantemente a la protagonista del film, una joven Andrea Berntzen que deslumbra por su naturalidad, su realismo, y por dotar a su interpretación del ritmo que necesita cada momento de la trama. Comparado con otras películas de la misma temática, Utoya. 22 de julio ofrece una propuesta más humana (en toda su idiosincrasia), y nos acerca de forma veraz a un reflejo bastante aproximado de cómo se debieron sufrir los 75 minutos que duró el ataque por parte de una juventud criada en la opulencia noruega, antes de enfrentarse al hecho macabro de saberse masacrados por uno de los suyos.
Con un ritmo solo atemperado por pequeñas historias dentro de una mayor, se huye del morbo de los asesinatos, del sadismo de Breivik, o de rodar muertes a diestro y siniestro en la orgía de sangre que se convirtió el campamento. Muy al contrario, Poppe consigue que nos sintamos prisioneros de la isla, provocando la angustia y desesperación a pesar de conocer los hechos antes de enfrentarte a ellos. El director se desprende del efectismo, llegando al conocimiento de la angustia individual a través del sufrimiento colectivo.
La motivación de la protagonista para no rendirse ante el pavor es quizá el punto más flojo del guion, no tanto su naturaleza como su ejecución. Hay dos escenas particularmente que hielan la sangre de cualquier espectador con cierta empatía, y en ambas se trata de la lucha de los personajes por ayudar a los demás sin verse perjudicados ellos mismos, llevando el debate al terreno de la moral y al “¿tú qué harías?” que casi nunca tiene una respuesta acertada. Sin más ambición que la de contar los hechos desde el punto de vista de las víctimas, Poppe ha sabido cual es el mejor tono para contar esta historia de horror en mitad de la “poderosa” Europa, un fantasma que lejos de haber pasado, tiene visos de instalarse a menos que, todos juntos, lo aniquilemos.