La guerra de Vietnam supuso un antes y un después en la sociedad americana. El conflicto produjo, además de una derrota militar, una derrota moral que acabó con la «inocencia» del pueblo americano. Fue la primera vez que el ciudadano medio estadounidense se veía en medio de unas decisiones políticas que no comprendía, enfrentados a un enemigo que ni siquiera sabían situar en el mapa habiendo tomado unas decisiones morales difíciles de justificar. Aunque la intervención directa de EE.UU se produjo en 1964, fue en los años cincuenta -como bien muestra la reciente y estupenda Los archivos del Pentágono (The Post, 2017), cuando comenzó la intervención política y económica de los norteamericanos ocultando los motivos y los intereses a los ciudadanos. La guerra supuso una sangría de miles de millones de dólares que afectó directamente a las políticas sociales del país, la muerte de miles de jóvenes (la principal edad de reclutamiento eran los 19) y el abandono de una generación traumada y engañada.
Pocos conflictos han dado tanto de sí en el cine: El cazador (The Deer Hunter, 1978), El regreso (Coming Home, 1978), Platoon (1986) o La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987) entre otras muchas, reflejan ese lado desencantado y crítico del que se siente como un títere en manos de aquellos que mueven los hilos. En este territorio se ha metido Richard Linklater en su último film: La última bandera (Last Flag Flying, 2017) narra la reunión de tres viejos excombatientes de la guerra de Vietnam, Sal (Bryan Cranston), Mueller (Laurence Fishburne) y Doc (Steve Carell) en 2003, para el funeral del hijo de éste, fallecido en la Guerra de Irak.
Tras filmes como Boyhood (2014), la trilogía de Antes de…, y contando con el reparto que ha sido capaz de reunir, uno no puede dejar de pensar en la palabra decepción al ver la última cinta del director tejano. Y es que el film, que carece del alma y la personalidad mostradas casi siempre por el realizador, posee una falta de posicionamiento claro y definido que da lugar a una sucesión de escenas más parecida a una reunión de antiguos alumnos que una unión forzosa y traumática de excombatientes ante el funeral del hijo de uno de ellos.
Mientras el guion dice una cosa y las imágenes reflejan otra, existe un tono impersonal (por más que se busque el sentimentalismo por medio de la banda sonora) y poco comprometido a lo largo y ancho del metraje. Lo que comienza como una crítica a través de los estragos que provocó la guerra en los personajes 30 años después, da paso a un mensaje domesticado y moralizante que carece de interés y que, en sus formas, tiene cierto tufillo a telefilm. Linklater pretende enfrentar al espectador a la realidad de esos combatientes olvidados, que el paso del tiempo (una de las obsesiones del director) ha destinado a una vida sin grandes metas que desemboca en la realización de actos que -por contradictorios- no pueden ser interpretados con facilidad por un público no norteamericano.
A pesar del esfuerzo de los actores al dar vida a sus personajes, se hace muy visible la falta de argumentos y la fuerza de las imágenes, siempre necesitadas de que el mensaje sea transmitido forzosamente por los diferentes roles de la película. Además, la larga duración de la película es otro hándicap a sumar, pues con veinte minutos menos, el film, uno de los más flojos de la interesante filmografía de Linklater, hubiese podido contar exactamente lo mismo.
Por Javier Gadea
@javiergadea74
