Un día, allá por finales de los sesenta, un artista circense francés llamado Phillipe Petit estaba en la sala de espera del dentista y ojeó una revista que hablaba de la construcción de las Torres Gemelas, unos rascacielos que formarían el World Trade Center de Nueva York. Desde entonces, esas torres fueron la obsesión de Petit: quería caminar sobre un cable cruzado entre ellas. Cuando llegó a la gran urbe, comprobó que su deseo no iba a ser tan fácil. Necesitaba un plan y secuaces para cometer tal “crimen”. Llevó a cabo lo primero con ayuda de los segundos, y el 7 de agosto de 1974 los neoyorquinos miraron hacia arriba asombrados por la locura que un individuo estaba haciendo sobre el horizonte de su ciudad. Esa proeza es la que recoge El desafío (The Walk), la última película de Robert Zemeckis, que inspirado por el libro escrito por el propio Petit, desgrana paso a paso el plan de acción.
La trama se cuenta en orden lineal y es salpicada con momentos del propio protagonista (el cual en la ficción posee los rasgos de Joseph Gordon-Levitt) que desde la estatua de la libertad habla al espectador y cuenta su ilegal gesta. Empieza hablando sobre los años en su Francia natal, donde conoce al funambulista Papa Rudy (el polifacético Ben Kingsley), su mentor, sus trabajos como artista callejero y su viaje a la tierra de las oportunidades, concretamente a Nueva York, una ciudad de lo más agitada y sugerente en la década de los setenta.
Joseph Gordon-Levitt tiene la responsabilidad de ser Petit, aunque físicamente se parezca más bien poco al equilibrista. Con lentillas azules en los ojos y acento francés en la boca, se responsabiliza de uno de los roles más potentes de su carrera. Difícil que entre dentro de las nominaciones de la horda de premios que se avecinan, pero no por ello su labor es menos encomiable. El actor muestra al héroe y al hombre, un tipo con una personalidad difícil: egoísta, un tanto altivo y soñador. Muy soñador. Zemeckis deja espacio también para contar la vida privada de este hombre, bastante sesgada por sus ambiciones artísticas.
El cineasta es único en manipular artefactos meramente hollywoodienses al servicio del entretenimiento, y mostrar personajes con afán de superación que no se vienen abajo con las trabas del camino. Ya lo decía Marty McFly a su padre George en la primera entrega de Regreso al futuro: “Si te lo propones, puedes conseguirlo todo”. Sin embargo, Zemeckis ha pecado repetidas veces de implantar excesiva emotividad que a los ojos del público resulta impostada. Como Forrest Gump, que derrochaba sentimentalismo. Aquí repite fórmula y vuelve a contar con una banda sonora muy similar a la de la cinta que protagonizó Tom Hanks en 1994. También en El desafío contiene un punto melancólico –y también patriota-: sin hacer mención al 11-S, la película se posiciona como un homenaje a las Torres, con un sentir muy convencional y muy “made in Hollywood”.
© Sony Pictures
En The Walk las emociones no vienen por parte de la historia actual ni por los hechos reales, sino gracias al 3D, la baza potente de la película. La fotografía se pone al servicio de éste y consigue que desde nuestra butaca estemos con Petit/Gordon-Levitt en la cuerda y disfrutemos de esa sensación exclusiva a su lado, suframos de vértigo y angustia como los policías en las azoteas de ambos edificios y sintamos miedo a perder el equilibrio. Todo eso durante los veinte álgidos minutos que dura la ansiada escena, no apta para aquellos que padecen acrofobia.
El documental Man on Whire ya explicó la hazaña del francés. Ésta es la versión mainstream de aquel golpe artístico. Ambas cintas se complementan pese a ser de diferentes géneros. Con el documental de 2009 conocimos al artista. La segunda ya nos lanza al vacío.
Lo mejor: Su uso del 3D hace que el espectador tenga verdadero vértigo en su secuencia cumbre.
Lo peor: No deja tanta huella memorable como la que Petit dejó en las alturas en el verano de 1974.
Por María Aller
