La España del siglo XXI está impregnada de la palabra ‘crisis’. Poco importa cuándo se diera la voz de alarma; poco importa que la recesión haya terminado. Todo es relativo, pero lo que es innegable es que nuestro país, que tan orgulloso se siente de su rápido proceso de transición de terrible dictadura a feliz democracia —claro está, con razón—, dista aún mucho de ofrecer una calidad de vida razonable a gran parte de sus habitantes. (La crisis de mediados de los 2000 fue, más que una causa, un punzante recordatorio de esto.) En representación de todos ellos, Techo y comida cuenta la historia de Rocío, una madre soltera sin trabajo ni forma aparente de conseguirlo con un hijo a su cargo y triste escasez de los dos elementos clave de la vida en un mundo supuestamente civilizado: aquellos que dan título a la cinta.
Ella —la clave del film— es Natalia de Molina, quien, en sólo dos años, ha pasado de deliciosa actriz revelación (Goya por Vivir es fácil con los ojos cerrados, de David Trueba, 2013) a firme candidata al cabezón a mejor actriz. Y es que desde el primer fotograma de Techo y comida sabemos que nos hallamos ante una interpretación mayúscula capaz de combinar el impacto con la sutileza más desgarradora; cada gesto, cada mirada, cada movimiento: todo tiene su razón de ser; todo está ahí para construir un personaje tan frágil como carismático con quien cuesta poco identificarse. A ello contribuye enormemente la cuidada dirección de Juan Miguel del Castillo (que también firma el guion), quien debería tener un hueco seguro de cara al Goya a mejor dirección novel de no ser tan alta este año la competencia de la categoría (a priori, Daniel Guzmán, Leticia Dolera y Dani de la Torre formarían junto a él un impresionante cuarteto de nominados).
Por supuesto, tanto Del Castillo como De Molina tienen a su favor una temática que, de una forma u otra, ha afectado a todos los españoles, lo que explica el entusiasta Premio del Público obtenido en el Festival de Málaga (que también laureó, como no podía ser de otra manera, a su protagonista). La cinta cuenta una pequeña historia en particular, pero actúa de representante de otras muchísimas historias que, hasta ahora, sólo nos habían llegado en forma de fríos titulares de prensa. “A ti, ¿quién te rescata?” es el mensaje que cierra la obra, un mensaje constantemente recordado por el poco sutil grito de auxilio plasmado en la camiseta de la protagonista (“Help me!”). Y es que a sus veinticinco años (edad a la que muchos de nosotros estamos acostumbrados a disponer de todo sin preocupaciones), Rocío necesita a todas luces ser rescatada, no sólo a nivel económico, sino también de la apesadumbrada existencia en la que se ha sumido.
Real como la vida misma y desgarradoramente sincera, Techo y comida es un retrato social de una realidad que muchos prefieren ignorar hasta que llama a sus puertas. Y es que el visionado de la cinta incomoda… y mucho. Un guion tremendamente cercano y unas interpretaciones vueltas poderosas precisamente por su sencillez recuerdan irremisiblemente a la reciente Carmina y amén de Paco León, cinta que abordaba la crisis actual desde una perspectiva más cómica y nostálgica. No hay lugar para la risa en Techo y comida, pero tampoco para la crítica fácil, si bien la sumersión en el melodrama resulta prácticamente inevitable dada la tristísima temática. Con el triunfo de España en la Eurocopa de fondo, la cinta insta a preguntarse sobre lo que de verdad importa en esta vida. Quizá el dinero no dé la felicidad, pero la salud y el amor sirven de poco sin techo y comida.
Lo mejor: la fuerza de Natalia de Molina y la visión cercana de las consecuencias de la crisis.
Lo peor: el casi inevitable toque de melodrama.
Por Juan Roures
@JuanRoures
