No me digáis por qué, pero durante todo el tiempo no he parado de imaginar Tanna (2015) como una preciosa película de animación. Por su narrativa, sus mensajes y sobre todo por la potencia de sus imágenes: idílicas, exuberantes y exóticas; potentes y sobrecogedoras en multitud de ocasiones. Y también por ese halo de cuento o fábula que se respira a lo largo de toda la película, acrecentado por su envolvente banda sonora, obra de Antony Partos, de la que afortunadamente no se abusa. Las localizaciones y la fuerza de los personajes hacen realmente innecesarias excesivas añadiduras.
Nos adentramos en el pueblo indígena Tanna, situado en la república de Vanuatu, un pequeño país de la Polinesia del Pacífico y en una historia de amor prohibido: una joven (Marie Wawa), enamorada del nieto del jefe de la tribu (Mungaun Dain), se ve obligada a contraer matrimonio con otro hombre, por causas aparentemente ancestrales e inamovibles.
Y bien es cierto que Tanna es, por encima de todo, una historia de amor, un drama romántico en toda regla, pero también reflexiona sobre el poder de las tradiciones, a menudo tan injustas, y sobre la inutilidad de la venganza. Y lo hace a través de parajes en los que uno siente sumergirse dentro de ese universo que nos queda tan lejano. Sin duda, la veracidad también se consigue porque está interpretada por miembros reales de la tribu Yakel. Imposible no enamorarse de la perspicacia y rebeldía de Selin (Marceline Rofit), la hermana pequeña de la protagonista.
Dirigida por Bentley Dean y Martin Butler, este bello cuento basado en hechos reales sobre los profundos dramas que pueden producirse en el paraíso, fue nominado para la categoría de Mejor película en los premios Oscar (2016), toda una proeza teniendo en cuenta que ninguno de los actores del reparto había estado jamás frente a una cámara. Probablemente, de ahí radique su fuerza y autenticidad.
Lo mejor: su belleza visual y el universo en el que consigue adentrarnos.
Lo peor: su halo de cuento hace que pueda perder crudeza e incluso realismo en algunos momentos.
Por Adriana Díaz
