Ante todo disculpad el atrevimiento porque, sin querer dogmatizar de ninguna de las maneras, me veo obligado a confesar que desde Gran Torino ninguna de las películas dirigidas por el gran Clint Eastwood ha estado a la altura de una filmografía llena de éxitos, de sabiduría cinematográfica y de amor por el séptimo arte. No, tampoco El francotirador, por mucho que algunos quisieran ver en ella una obra mayor donde sólo había un biopic torpe, irritantemente convencional y sobrado de casposo patriotismo. Es por ello que, con esa perspectiva, temiese sentarme en la butaca para acabar viendo otro tostón entusiástico del octogenario maestro.
Pero resulta que el señor Tom Hanks andaba por allí, con su cara de no haber roto un plato, dos Premios Oscar en el bolsillo y ganas de volver a sentar cátedra en eso de la interpretación. Echando la vista atrás recordamos aquel escalofriante final de Capitán Phillips (Captain Phillips, Paul Greengrass, 2013) con un Hanks contenido aunque intenso, que tras el sufrimiento estalla dejando fluir las horribles sensaciones tras el secuestro de su pesquero por piratas somalíes. Ese momento, rebosante de magia actoral y herencia del paradigmático ademán de Marlon Brando tras enterarse de la muerte de su hijo Santino, es muestra de las cualidades del actor norteamericano como transmisor de sensaciones. En esta última etapa del actor, en la que su edad invita a elegir otro tipo de papeles, Hanks continua encontrándose tan a gusto como antaño, cuando su talento y juventud le permitían ser Forrest Gump, Joe Banks, Chuck Noland, Michael Sullivan o el apasionado y enfermo Andrew Beckett de Philadelphia (Jonathan Demme, 1993). Que Sully funcione como película le debe muchísimo a Tom Hanks, que le da a Chesley Sullenberger una dimensión impagable, llena de profundidad emocional y veracidad interpretativa. Esa es, quizá, la gran baza de este pragmático film.
Ahora bien, no sería justo obviar a su veterano y laureado realizador. Hablamos de Clint Eastwood, cuya energía parece no agotarse jamás, que (por fin) decide dar prioridad a la coherencia y a la mesura al rodar una crónica necesitada de ambas virtudes. Al contrario que en El francotirador, otra historia de abismos personales donde un guión tramposo, pretencioso y banal perjudicaba las buenas intenciones de su historia, Sully está narrada exactamente como demanda su relato (es posible que precisamente ese detalle la alejen de El vuelo de Robert Zemeckis, con la que tiene ciertos paralelismos), luces y sombras de una decisión a vida o muerte que Eastwood describe por momentos con el implacable pulso del Greengrass de United 93, el excepcional montaje de Blu Murray (la estructura en flashbacks es brillante) y los lúcidos encuadres de su director de fotografía habitual, Tom Stern. El realizador norteamericano huye del artificio y la sofisticación, también del metraje excesivo, y consigue su mejor película tras Gran Torino, el último trabajo de relevancia en una estupenda filmografía que se partió en dos tras aquel film.
Es por ello que un fan de Medianoche en el jardín del bien y del mal, Sin perdón, Mystic River o Million Dollar Baby, verá en esta pequeña aventura basada en hechos reales el renacer de uno de los artistas más importantes del séptimo arte. Y, si bien Sully no es la mejor película del año, si es necesario hacer hincapié en su importancia desde dos perspectivas: la de la recuperación (y rectificación) del maestro Eastwood, y la de la importancia de su valor cinematográfico al contar de forma tan eficiente y noble parte de la experiencia y pensamientos de Chesley Sullenberger, un valiente piloto que luchó contra la torpeza de ciertos estamentos hasta demostrar la trascendencia del siempre presente y relevante factor humano.
Lo mejor: la eficacia en la dirección de Eastwood y el sutil trabajo de Hanks.
Lo peor: los efectos digitales no están del todo definidos.