El día en que Alemania firmó la rendición incondicional que la dejaba fuera de la Segunda Guerra Mundial se celebró una gran fiesta en muchos puntos del mundo, sobre todo en los países de las potencias Aliadas, ya saben: China, Reino Unido, Francia, Unión Soviética y Estados Unidos. Sucedió el 8 de mayo de 1945 y fue un festejo masivo, pero hubo dos personas que no pudieron celebrarlo como hubieran deseado, sus nombres: Elizabeth Alexandra Mary Windsor y Margaret Rose Windsor, es decir, la princesa Isabel de Inglaterra (actual Isabel II) y su hermana Margarita, hijas del rey Jorge VI. Noche real, la última película del británico Julian Jarrold, regala a estas dos adolescentes obligadas a crecer demasiado pronto la posibilidad de cambiar la aburrida realidad que vivieron aquella noche por una aventura repleta de risas, bailes, romance y descubrimientos que cambiarán su percepción del mundo que las rodea.
La premisa es buena, pero desde un principio nos topamos con un film en exceso inocente: se trata de una comedia ligera que parece dar por supuesto que el espectador estará por la labor de entrar en su juego de tópicos, giros predecibles y situaciones forzadas. Soltar a la princesa y a la infanta de la Casa Real Británica en medio de un Londres abarrotado (precisamente en un país que tanto amor profesa por su monarquía) sin que nadie las reconozca, podría perdonarse dado el género con el que estamos lidiando, pero dependerá de cada espectador (juez último) tomar tal decisión. Con todo, nos encontramos con que mucho de lo reprochable de la cinta está justificado, ya que, si bien es cierto que el potencial cómico deja bastante que desear y que la trama no podría ser más predecible, Noche real parece estar absolutamente exenta de cualquier pretensión que vaya más allá del entretenimiento.
Mientras tanto, en el apartado técnico casi todo es sobresaliente: la ambientación es un gesto de amor hacia la tierra natal del realizador, la partitura es una obra digna de admiración en sí misma y la fotografía consigue trasmitir ese espíritu festivo alrededor del cual gira la trama por medio de un justificado preciosismo. Tan cuidada puesta en escena es fruto del trabajo de un director que explora un tema que indudablemente ama: Julian Jarrold es un cineasta inglés que, además de ser famoso por sus meticulosas creaciones de época para la BBC, tiene en su haber largometrajes de exhaustivo estudio anatómico de la sociedad británica como La joven Jane Austen (2007) y Retorno a Brideshead (2008). Así pues, el respeto y el cariño hacia la Casa Real Británica queda patente en todo momento, fomentándose un humor sutil y elegante que, sin alcanzar la carcajada, sí tiene la capacidad de provocar sonrisas de ternura y complicidad. La maravillosa música original de Paul Englishby, que es intercalada con grandes clásicos del swing de la época que llenan de vida el metraje, aunque obvia en su función narrativa, se convierte en el recurso más efectivo a la hora de confeccionar atmósferas, guiarnos a través de la trama e incluso hablarnos de los personajes.
Por otro lado, resulta todo un acierto mostrarnos un momento histórico a través de uno de los géneros cinematográficos que estaban de moda en la época que se retrata: la screwball comedy. En este tipo de films toda situación ridícula está permitida, siendo el núcleo de la trama un romance casual que saca a colación la diferencia entre dos mundos opuestos. En el caso de Noche real, esto conlleva la cuestión clásica –muy manida, pero nunca insulsa– de la humanidad que muchas veces se esconde tras las coronas y las joyas. Otro punto interesante de la película es cómo toda ella transcurra en una sola noche, propuesta que ya ha funcionado en infinidad de piezas cinematográficas, como pueden ser American Graffiti (George Lucas, 1973), Jo, ¡qué noche! (Martin Scorsese, 1985) o Noche en la Tierra (Jim Jarmusch, 1991), cintas en las que el tiempo se convierte en un personaje más, por no decir el más importante. Ciertamente nos encontramos ante un film que se salva gracias a la autoconciencia que tiene de no ser nada definitivo: una comedia romántica de época, relativamente poco efectiva pero delicada, en la que los enredos más predecibles llevan la batuta de la acción sin ocultar, no obstante, el amor con el que ha sido realizada.
Lo mejor: una joven Isabel II pidiendo perdón por desear ser una chica normal. Paradójico… y tierno.
Lo peor: una ingenuidad que puede perder espectadores por el camino.
Por Martín Escolar-Sanz
