No, Spotlight no es Todos los hombres del presidente. Hacer esa comparación, así, por defecto, es el primer mal que se le hace a la película de Thomas McCarthy que, si bien es un trabajo sincero y con clase, no es ni mucho menos perfecto, como parte de la crítica -sobre todo norteamericana- ha querido hacernos ver.
Spotlight bebe de los clásicos del cine periodístico como la ya mencionada película de Alan J. Pakula o Network (Sidney Lumet, 1976), incluso de aquella fantástica miniserie dirigida por David Yates en 2003 llamada State of play, sin embargo, en su conjunto, no utiliza la gran potencia de un argumento tan demoledor pudiendo haber construido un producto con mucho más sentimiento. Ojo, no hablamos de manipular el corazón, de la lágrima fácil o del maniqueísmo de otras producciones que tratan temática similar y que aquí no se pretende en ningún momento, sino de sensaciones. Pasión, al fin y al cabo.
Lo que es una cuestión innegable es la veracidad de la puesta en escena de Thomas McCarthy, su justicia y su nobleza a la hora de tratar los hechos acaecidos en Boston que hicieron que Spotlight, departamento del Boston Globe, destapase decenas de casos de pederastia cometidos por curas en Massachussets. Aquel caso dio la vuelta al mundo e hizo temblar los cimientos de la Iglesia, que hasta ese momento ocultó toda información sobre los diferentes sucesos. El director no pretende conmovernos, pero sí informarnos al detalle. Cierto es que no conmueve, pero, aunque bien documentada, Spotlight no es el mejor ejemplo de exhaustividad informativa. La película pivota sobre tres o cuatro aspectos del caso y no se atreve a ir más allá, quizá no fuese la intención, pero es muy posible que el espectador -exigente- hubiese agradecido una vuelta más de tuerca. Más nombres, más responsables, mayor detalle de la investigación. Algo tan complejo y grave daba para mucho más.
Con esto y con todo, la buena intención de McCarthy vuelve a salvar la película. Es por esta franqueza del director y su compañero en el guión, Josh Singer, que el film es una prueba de honradez cinematográfica que ha agradado a gran parte de la crítica. Esa incuestionable virtud, y la interpretación de su elenco de actores, especialmente Mark Ruffalo, -además de la fenomenal partitura de Howard Shore– ayuda a aumentar la valía de una cinta loable pero que irremediablemente se queda a medio gas. Lo que ocurre cuando, además, se sobrestiman las virtudes de una película es que la decepción es, a veces, desproporcionadamente injusta, pero ocurre. Su aspiración al Oscar -que convierte esta edición en una de las más complicadas de pronosticar- demuestra el paternalismo ocasional de la Academia, que premia con una nominación una película que huele a telefilme de calidad. Sin más.
Lo mejor: Mark Ruffalo y la música de Howard Shore.
Lo peor: se queda a medio gas. Le falta descaro.