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Críticas

Fue la mano de Dios: ¿De qué planeta viniste?

Soy hijo del 81. De 1981. 40 años tengo ya. Hubo una época pretérita y remota en la que las televisiones (públicas en el caso español, hasta que empresarios y mama chichos arrasaron con todo) rara la semana en la que no ofreciesen algún clásico del cine con la excusa de un ciclo, una efeméride, o que un programador estuviera inspirado. En estas circunstancias un niño de menos de 10 años se cruzó con Fellini, con Amarcord (1973), con la estanquera, con Nino Rota y con el embrujo del Séptimo Arte. El recuerdo impermutable de aquel nebuloso primer visionado me ha acompañado siempre, incluso cuando 20 años después volví a ver, con el temor de que el paso del tiempo hubiera idealizado aquel primer acercamiento a la magia y el universo del fabuloso y excesivo Federico. Pero no. Al contrario. Comprendí el porqué de la incesante aparición de la Gradisca en mis sueños, porqué la confianza onanística con los amigos no me era ajena, o la razón por la que cada vez que alguien se encaramaba a la rama de un árbol, de mi garganta surgía un gutural “¡Quiero una mujer!”. Porque hay recuerdos que se agarran al pecho como un resfriado, y no te sueltan jamás, y tarareas una melodía sin saber qué canción es, y te estremeces cuando vuelvas al lugar en el que fuiste feliz, ese al que los guionistas no se deciden si efectivamente hay que volver, o no hacerlo nunca.

Paolo Sorrentino no es Fellini. Ni siquiera trata de imitarlo, o vampirizarlo, por mucho que ponga sobre el tapete su herencia aun a costa del genio del de Rímini. Llega a los cines (y a Netflix, que para algo ha sido la productora) la película Fue la mano de dios (È stata la mano di Dio, 2021), el viaje al paso de la adolescencia a la madurez (forzada) del joven Paolo (Fabietto en la película, interpretado sin un fallo por Filippo Scotti), quien en medio de la vorágine por la llegada de Maradona al Nápoles, tendrá que hacer frente a todo lo que el abandono de la infancia implica: hormonas, confrontación con la vida adulta, la ¡fragilidad de la confianza, la autonomía, la elección, la tragedia. Todo tiene cabida en el espacio que Sorrentino recuerda de su adolescencia, y esa época crucial en la que la ciudad marginada de Italia, la ruidosa, la paupérrima, la misma que mientras los Agnelli de Turin se reían de su suerte, movió los hilos para pagar un precio desaforado por el mejor jugador de fútbol que vieron los tiempos. El milagro. Fabietto/Sorrentino, su familia, y una ciudad entera explotó de orgullo, abrazó la causa, el verbo se hizo carne y acampó en San Paolo.

La primera hora de la película es sencillamente perfecta. Se atreve con sentimientos extremos, y de todos consigue captar su esencia. De su cuidada fotografía, y de sus chispeantes diálogos ya habíamos disfrutado en sus anteriores producciones. Pero en este film el director (y guionista) se sublima aportando unas pinceladas de humanidad y calidez, donde antes había frialdad y distancia. Un Sorrentino auténtico, sin máscaras, sin poses.

En sus recuerdos, en sus añoranzas, el director deja espacio para el emocional repertorio de comportamientos mediterráneos de los napolitanos: la burla constante e hiriente, la broma infinita, la comedia, el drama, la tragedia. La voluptuosidad de sus mujeres, la simpleza de sus hombres, el duelo católico. Todo cabe en Fue la mano de Dios. Incluso ese discurso, entre el machismo y la sabiduría, en el que el padre del protagonista, Toni Servillo (¿qué decir? genial una vez más) le reivindica las primeras veces, los debuts, como acumuladores de experiencia: te puedes equivocar, es más, te vas a equivocar, pero hazlo, hazlo y busca la manera de mejorar.

© Netflix

La secuencia de la comida familiar es magistral, con unas dosis de extravagancia y humor a la altura de cualquier clásico italiano. Cuando la película camina por la comedia o el drama ligero es brillante. Sin embargo, cuando el argumento vira hacia la tragedia y la introspección es cuando pierde fuerza, y se nos presenta la pataleta de un adolescente enfadado con el mundo, al que solo la locura y la pasión (epítetos que el imaginario colectivo atribuiría a la bella Napoli) salvaran de la apatía y la mediocridad.

A destacar un reparto en el que ni uno solo de sus integrantes desentona. La frágil rotundidad de Luisa Ranieri, la espontaneidad de la mamma italiana encarnada excelentemente por Teresa Saponangelo, y un largo, largo sin fin de secundarios en la tradición clásica, que enriquece el dinamismo de una película que, sin ser perfecta, calará hasta los huesos del espectador dispuesto a no juzgar, a dejarse llevar por la magia y los recuerdos, que aunque no son los suyos, no le serán ajenos.

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