Nunca he sido un ferviente admirador del cine de Xavier Dolan pero reconozco que sus películas siempre me han gustado. El último enfant terrible del mundo del cine es poseedor de un universo propio, con unas constantes muy reconocibles (el cuidado visual, la omnipresente madre, la utilización de la música, las historias de amor…) y eso en un creador ya es un rasgo a tener en cuenta. Todo eso, de por sí, impregna de personalidad el cine del director canadiense que además carga su filmografía de vivencia propia y mucha referencia autobiográfica. Escribe y dirige con el corazón, desde las entrañas y con mucha inteligencia, por lo que sus trabajos están cargados de verdad, con personajes muy extremos pero a la vez muy reconocibles; gente que irrita, carga y duele pero que son reales pese al exceso de pudor que parecen transmitir. También hay gente que siente y sufre con un plus de sensibilidad y cuyo devenir como personajes se verá completamente influenciado por los anteriores. Con todo y con esto, sorprende que Solo el fin del mundo sea ya su sexta película a sus cortos 27 años.
Con 19, Dolan debutó escribiendo y dirigiendo Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009), siendo sus siguientes obras premiadas en multitud de festivales, concretamente en el de Cannes, donde ha obtenido sus mayores triunfos. He leído en varios sitios que algunos críticos tienen la guadaña preparada para cuando Dolan pinche, pero para lo que significa el cine, los revanchistas son los que sobran y los creadores como el de Montreal son absolutamente necesarios.
Solo el fin del mundo adapta la obra de Jean-Luc Lagarce, lo que le imprime una carga teatral muy importante en la cinta. Nos cuenta que, tras doce años de ausencia, Louis, exitoso escritor, regresa a su casa para contarle a la familia que se está muriendo. Una vez allí, deberá enfrentar todo lo que le obligó un día a irse sin regresar hasta esta ocasión.
Dolan ha intentado ser fiel al texto manteniendo la forma de hablar de los personajes, unos personajes que en la mayoría de las ocasiones no hablan, sino que gritan. Ante tanta verborrea y chillido les resulta imposible escuchar, por lo tanto, no hay forma de que modifiquen sus actitudes y mucho menos de que aprendan algo. Para cierto público, los personajes pueden parecer irritantes, pero Dolan tiene un punto de vista claro y cuenta exactamente lo que quiere contar. Además de buscar la fidelidad al texto, el director imprime a la cinta mucho de ese cine que analizábamos antes: una madre castradora y metomentodo pero que en realidad no se implica en nada, el hermano envidioso cargado de violencia y con gran complejo de inferioridad, la pequeña loca por escapar de esas cuatro paredes y la cuñada pusilánime que lo único que quiere es una falsa cordialidad para que no estalle la bomba que entre todos sujetan.
El film rebosa sensibilidad y violencia, y la música y la fotografía no hacen más que enfatizar el conjunto y mostrar ese claustrofóbico mundo que podría haber sido mejor, pero que implacablemente siempre seguirá igual. Cabe destacar el trabajo de Gaspar Ulliel colmado de contención y dolor, y el tormentoso matrimonio formado por Vincent Cassel y Marion Cotillard, unos Antoine y Catherine llenos de rabia y dolor a los que da gusto verles hacerse daño.
Dolan nos sumerge en esas cuatro asfixiantes paredes haciendo que una historia mil veces contada se convierta en única y personalísima. Sus detractores acabarán exhaustos y tendrán mil cosas que reprocharle, pero no hace falta que las filmografías sean todo obras maestras para reconocer el talento y valorar la intención de querer hacer algo más, algo diferente y marcado por un estilo concreto. Más acertado o menos, cuestión harto subjetiva, el canadiense arriesga con su cine implicado e intenso y eso ya es digno de remarcar.
Lo mejor: su viciada y claustrofóbica atmósfera.
Lo peor: por momentos, su vehemencia puede resultar excesiva ante visionados prejuiciosos.