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Festival de Sitges 2017: más arena que cal

Llevamos un martes muy ajetreado en la provincia de Barcelona: Puigdemont declarando y suspendiendo la independencia de Cataluña en el Parlament y en Sitges viviendo una extraordinaria jornada cinematográfica de grandes películas. Bueno, como toda regla tiene que tener una excepción, en este caso es, sin ninguna duda, Maus (2017), el primer largometraje del realizador español Gerardo Herrero Pereda. La verdad es que sabe mal ser sincero sobre este film porque no es satisfactorio hacer leña de un árbol tirado por cada persona que se ha puesto delante de él, pero realmente creo que estaré haciendo una gran labor si impido que alguien emplee (tampoco voy a decir “malgaste”) una hora y media de ese oro llamado tiempo en contemplar planos-cogote y una historia con muy poco sentido. Seré breve: no podemos hablar de esta cinta sin utilizar los adjetivos “tediosa”, “incongruente” y “risible”. Así es, al menos en la parte final de la película se ha alcanzado tal nivel de sinsentido que nos hemos echado unas risas toda la sala; parte final que, por cierto, se dilata en el tiempo hasta la eternidad mientras te preguntas qué trata de contar y por qué existe. Pero bueno, no todo es malo en la película: podía ser más larga.

Una vez hemos salido de Maus, hemos tenido la certeza de que el día solo podía ir a mejor… ¡y vaya si lo ha hecho! Nuestra siguiente cita cinematográfica ha sido el film surcoreano A day (Ha-roo, 2017), y en él Cho Sun-Ho nos presenta un combinado tan sugerente como explosivo que bien podría ser el resultado de meter en una coctelera la premisa argumental de la gran Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), la capacidad resolutiva de la no menos increíble Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014) y la típica trama de venganza impenitente propia del cine surcoreano. Analizando los mencionados referentes, se puede deducir que se trata de una ficción sobre un día que se repite una y otra vez en la vida de un hombre (de ahí el título), ¿pero le sucede solo a él? Una dosificación perfecta de la información y de los múltiples puntos de giro no solo consigue mantener la tensión durante todo el metraje, sino que logra hacer avanzar la acción de una forma totalmente lógica e incluso verídica a pesar de estar mostrándonos un loop temporal eterno. Y esto anterior nos lleva a la que probablemente sea la mayor virtud de este trabajo: se trata de una película sorprendentemente honesta y sensata a pesar de lo fácil que es incurrir en errores de lógica y acción al jugar con el tiempo de la trama. Todo, sumado a ciertos recursos visuales y técnicos muy poderosos, nos regala una experiencia muy intensa fruto de un film digno de ser tenido en cuenta.

El placer ha continuado con The Crescent (2017), una película canadiense con la personalidad que siempre supone acercarse al género de terror desde una factura Sundance –combinación de la que mostró el verdadero potencial la visionaria El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999)–, ya saben: cámara al hombro, sonido con mucho ambiente y poca música, planos desencuadrados y aberrantes, desenfoques y, lo más importante de todo, un costumbrismo formal que funciona a las mil maravillas con su faceta terrorífica, y es que la estética de documento casero o handycam aporta a la ya de por sí siniestra propuesta una atmósfera especialmente creepy por su austeridad, y la sensación de que todo lo que estás viendo es hasta cierto punto posible por su realismo. Entre tanta cercanía y una paleta cromática general de colores fríos, a Seth A. Smith, director de la cinta, no le tiembla el pulso a la hora de aportar plasticidad a base de un juego constante de texturas, colores, formas e incluso formatos de pantalla. ¿Propuesta formal gratuita? En absoluto, no en vano el protagonista de la película es un niño muy pequeño que está todavía en esa fascinante época de la vida en la que todo son formas y colores que hay que tocar, experimentar y sentir. Lo único que no termina de convencerme es el típico final verbalmente explicativo de una trama previa perfectamente comprensible y bien contada.

Acabamos con una indonesia embriagadora. Para saber cómo es Marlina the Murderer in Four Acts (Marlina Si Pembunuh dalam Empat Babak, 2017), hay que imaginarse un Omero al que le gustara Tarantino (cosa que estoy seguro de que pasaría si hubiera conocido su trabajo) o un Tarantino al que le guste Omero (cosa que no barajo que no sea así): Marlina recibe en su casa a un grupo de pretendientes que optan a ocupar el puesto de su difunto marido (¿Penélope en Ítaca?), pero ella, en vez de hacerlos esperar, los envenena directamente a casi todos, y al último le corta la cabeza mientras está encima de él en pleno acto sexual –idea prácticamente calcada de la parte animada de Kill Bill: Volumen 1 (2003)–; después, toma la cabeza del recién decapitado y se va a viajar con ella en la mano (casi una Odisea). Luciendo una fotografía absolutamente fascinante de alto contraste cromático, interiores muy cuidadosamente iluminados y exteriores imponentes, predominan los planos generales en los que reinan la simetría y el equilibrio compositivo. Por si fuera poco, tanto la construcción de los personajes como la atmósfera general y la música se alían para llevarnos al Lejano Oeste más oriental que podamos imaginar.

Por Martín Escolar-Sanz
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