Desde que comienza la última película de Andrey Zvyagintsev con la música de un teclado punzante y unas imágenes blancas como el olvido hasta que termina de similar manera, hay en Sin amor (Nelyubov, 2017) un no sé qué como del fin del mundo. Algo inquietante. En un momento la radio habla de ello: el gobierno ha decidido prohibir la propaganda sobre el fin del mundo en diciembre de 2012 -según la profecía Maya- porque contribuye al creciente estado de ánimo apocalíptico y a la depresión nacional. Es un sentimiento indefinido, porque, en contra de lo que pueda parecer, las lecturas sociopolíticas de Sin amor funcionan mejor desde su tono que desde la alegoría.
Es solo tras fijar este tono que la cámara acudirá a un colegio -bandera rusa ondeando en la puerta- para anclarlo en una historia concreta: la desaparición y olvido del joven Alyosha. Sus padres están viviendo un divorcio tormentoso y Alyosha es el principal obstáculo. Ambos quieren empezar de nuevo con otra pareja y sin hijos (ella) o con otro que está en camino (él). Buscan el amor, tienen derecho a ser felices, dicen, y el hijo en común les impide hacer borrón y cuenta nueva. El niño es la víctima colateral de todo ello; más que de la crueldad, de la irresponsabilidad y el egoísmo de una forma de ser autoinvestida del derecho a ser feliz caiga quien caiga y reconocible más allá de fronteras nacionales. Sobre todo, Alyosha es víctima del olvido: cuando desaparece, sus padres no se dan cuenta hasta que les llaman del colegio dos días después.
La mayor parte de Sin amor se dedica a mostrar de frente y con precisión quirúrgica los paralelismos y variaciones entre ambos progenitores: su día a día en la familia, en el trabajo, con los nuevos amantes y su distinta reacción al trauma de la desaparición de Alyosha; sin regodearse en la miseria ni condenarlos, pero definitivamente sin amor por ellos. Él, Boris, podría representar ese sector de la clase media rusa que ha decidido despreocuparse de las cosas y que baila el agua al resurgir del tradicionalismo ortodoxo para no complicarse la vida. Ella, Zhenya, tiene la belleza dura y fría que sólo esculpen en un salón de belleza, vive pegada a su iPhone y se ha reemparejado con un hombre adinerado y un moderno apartamento en las alturas. Lo más parecido a un clímax para ambos tiene lugar en una morgue, ante un cadáver que podría ser el de su hijo; filmado en un plano frontal, con ambos a la misma altura reaccionando cada uno a su manera. No hay redención para ellos, que hasta la desaparición de Alyosha sólo querían olvidar. Pero tras su desaparición efectiva lo que les queda es la farsa de un olvido imposible.
El resto del tiempo, cuando la cámara no sigue a Boris ni a Zhenya, Sin amor podría ser una película sobrenatural. En el bosque en que pudo desaparecer el niño, con sus árboles retorcidos, sus ramas desnudas, los fríos estanques y el sonido de los graznidos se puede sentir el viento helado y la presencia de algo reprimido y al acecho en los huecos de los árboles; los espacios desolados, los edificios en ruinas y una antena gigante en mitad del bosque podrían abrir un film de ciencia ficción; y la música desconcertante se parece a la de otras propuestas de género autorales como La región salvaje (2016) del mexicano Amat Escalante.
Más allá de la historia, de los personajes y de la desaparición de Alyosha hay algo, ese no sé qué con el que empezábamos y que la cámara trata de mirar, de hacer zoom. Algo que por más que se esfuerce Rusia -por más que nos esforcemos todos- no puede ser prohibido ni olvidado. Porque pasará el otoño, llegará diciembre y tal vez no el fin del mundo pero sí el invierno, la nieve y el olvido aparente, y seguiremos haciéndonos selfies y queriendo ser felices; pero siempre permanecerá la huella de lo que se quiso olvidar. Aunque sea una cinta entre los árboles nevados agitada por el frío viento de invierno.
Lo mejor: La belleza aplastante y evocadora de sus imágenes.
Lo peor: Las fáciles y equívocas lecturas alegóricas a que se presta y que reducen todo el poder sugestivo de lo visual.
Por Alberto Hernando
