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Cine norteamericano

Lo que esconde Silver Lake: El sueño no era eterno

La vida de Sam (Andrew Garfield) transcurre monótona, aburrida y vacía sin mayores pretensiones que llegar a final de mes para poder pagar el alquiler de su apartamento y mirar a sus vecinos desde el balcón. Su microuniverso se verá alterado por la llegada de Sarah (Riley Keough) una misteriosa vecina, y su posterior desaparición. Esto le llevará a buscarla sin descanso por la ciudad de Los Angeles, un lugar en el que nada es lo que parece.

En este viaje nos sumerge Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018) último y esperado trabajo de David Robert Mitchell tras el éxito de la aclamada It Follows (2014), que fue presentada, despertando mucho interés, en el pasado Festival de Cannes. Como ocurre en muchas ocasiones, ese exceso de expectativas podría ser perjudicial a la hora de ver un film, de la misma manera que puede serlo el propio exceso de pretensiones por parte del director.

Repleta de referentes, desde Alfred Hitchcock a Raymond Chandler, de Mulholland Drive (2001) de David Lynch a Brick (2005) de Rian Johnson, pasando por Donnie Darko (2001) de Richard Kelly, el director parece embriagado por estas influencias a la hora de intentar diseñar un recorrido particular por el Neo Noir, el suspense y el cine fantástico, precisamente donde surge el problema: la cinta funciona mucho mejor en el terreno del cine negro, durante toda la primera parte del film, donde se muestra a un Sam desencantado que prácticamente construye un hipotético caso para escapar de su vacua vida, esperando encontrar su gran anhelo, la gran conspiración. La travesía en busca de pistas que le aporten algo de claridad a la desaparición de la joven y la estructura narrativa entorno al misterio se convierten en las mejores bazas de la película. Sin embargo, a Robert Mitchell parece no bastarle con eso.

Es en su última hora donde el exceso conduce al tropiezo. Cuando la historia entra en derroteros oníricos y fantásticos es cuando comienza a hacer aguas, a resolver (o no) las situaciones de forma atropellada y sin sentido, haciendo de un conjunto que hasta el momento parecía brillante algo mucho menos interesante. Se palpa la impostura; da la sensación de que al realizador estadounidense se le queda corto lo logrado hasta este punto, pero a su salto al terreno de lo “lynchiano” se le ven las costuras, con lo que acaba saliendo mal parado. Además, es en este tramo donde se hace más evidente el exceso de metraje, manía muy extendida en el cine actual.

A pesar de todo, se agradece el arrojo del director ante la idea de no hacer una película más, por intentar hacer un buen film, aunque el conjunto no sea equilibrado, no es un largometraje desdeñable. Destacables también, son su banda sonora, con temas variados y las composiciones de Rich Vreeland, y la fotografía de Mike Gioulakis, virtudes que le dan empaque a la cinta. Dejemos ver dónde puede llegar este director sin esos excesos de libertad creativa.

Lo mejor: El arranque del film.

Lo peor: Cierta deriva argumental de su segunda parte.

Por Javier Gadea
@javiergadea74
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