«Recuerda, nos vamos a las dos, ¿vale?«, insiste Laura (Catalina Moga) al paciente Lary (Mimi Branescu) mientras se adentran en un edificio que los llevará hasta donde se encuentra el resto de la familia. Con el objetivo principal de rendir homenaje a su fallecido padre, se prepara una reunión con tintes ceremoniosos en la que, inevitablemente, saldrán a la luz las miserias de los presentes en el evento, demostrando esa irrefutable verdad que un día proclamó el filósofo renacentista Michel de Montaigne: «La familia es como una jaula; uno ve pájaros desesperados por entrar, y a los que están dentro igualmente desesperados por salir.«
Sieranevada (2016) es la crónica de esa reunión, un tradicionalista encuentro, con aparentes buenas intenciones, consecuencia del trascendental y triste fallecimiento. Con esa ambigüedad emocional como carta de presentación, es como el director rumano Cristi Puiu plantea y desarrolla cada paso de su película, utilizando las teorías conspiratorias del 11-S como metáfora de las dobleces propias de cada personalidad. La cámara fija es una invitada más al homenaje póstumo que no todos sobrellevan igual, y, como un miembro pasivo dentro de la casa, gira a su alrededor como el cuello de una rapaz nocturna que no quiere perder ni un detalle, sobre todo en los momentos más tensos. A modo de Gran Hermano, Puiu pone su mirada en todos los rincones del hogar y se sitúa cercano a la acción sin resultar intrusivo, por lo que la conclusión de su extenso trabajo (153 minutos), es un hipnótico recorrido por las laberínticas sensaciones de los protagonistas a través de la problemática particular de una familia y sus bifurcaciones.
Autor del potente debut Bienes y dinero (Marfa si banii, 2001) o la referencial La muerte del Sr. Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu, 2005), el realizador de Bucarest se confirma como uno de los exponentes más relevantes del llamado Nuevo cine rumano gracias a este estudio minimalista y legítimamente aséptico que, paradójicamente, posee una interesante dosis de vehemencia. Con su ritmo gradual, que alcanza un disimulado cenit tras la llegada de Toni (Sorin Medeleni), el polémico marido de la tía Ofelia (Ana Ciontea), Sieranevada se revela como una tragicomedia poliédrica de una arisca pero acertada teatralidad en su puesta en escena. Planos estáticos, simétricos movimientos y giros sobre el propio eje de la cámara, dan forma este batiburrillo de idas y venidas donde nunca cesan las expresiones de los personajes que se agitan y circulan dentro y fuera de campo. La complejidad de los roles, que interactúan entre sí en pos de una trama que apunta directamente a la propia mezquindad del ser humano, se mezcla en la película con llamativa facilidad, pues existe una coreografía intrínseca en su rodaje que hace fluir no sólo unas interpretaciones realmente verosímiles, sino las punzantes ideas de un guion auténtico y muy sugerente.
De esta manera, clarividente en sus formas, con personalidad y cierto riesgo en su lenguaje narrativo, Puiu asienta las bases de un cine de áspera apariencia. Sin embargo, este posee evidente inteligencia y una disimulada visceralidad que, a primera vista, parece quedar oculta a la espera de revelarse como la verdadera fuerza del film. A pesar de su duración, que parecería un tanto exagerada, los tejemanejes del libreto escrito por el propio director resultan una sucesión de eventos de lo más absorbente y, es precisamente por el audaz envoltorio y su verdadera fuerza interior, por lo que Sieranevada supone otro punto de inflexión en los modos de concebir el cine más puro.
Lo mejor: convertir al público en el eje de una cámara que gira 360º y así no perder detalle de su palpitante costumbrismo.
Lo peor: más de dos horas y media de metraje puede ser, para muchos, un impedimento para el disfrute.