La guerra no tiene rostro de mujer, o al menos eso fue lo que la periodista y escritora Svetlana Alexiévich «desmintió» en su obra (titulada con dicha premisa): una «novela colectiva» con centenares de testimonios de mujeres del ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Destacando el lado humano (personal e íntimo) del conflicto bélico, el texto arrojó luz a esa parte de la historia que parecía solo estar escrita (y sufrida) por hombres. Esta es, precisamente, la génesis de Una gran mujer (Beanpole) (2019): la polifonía de voces del libro de Alexiévich. Kantemir Balagov construye un relato sobre las heridas incurables y el desajuste que estas producen cuando se pierde, casi por completo, la sensación de humanidad.
A pesar de la visión íntima y personal que el cineasta es capaz de imprimir a todas sus imágenes, la tragedia marca el tono de la cinta desde su brutal inicio. La película refleja las secuelas de la guerra (y los sinsentidos) cuyo alcance perdura aun cuando han dejado de caer las bombas. Para ello, el realizador sitúa en el centro del relato a Iya (Viktoria Miroshnichenko), una mujer cuyos traumas marcarán su identidad y su destino. La evasión intermitente de la realidad y su cuerpo paralizado y sin voluntad, son los elementos con los que el realizador representa metafórica y certeramente, las terribles fracturas y grietas que soporta Iya, un subterfugio del presente con el que no termina de conectar y un salvoconducto de la propia conciencia.
Aunque todo es ruina en Leningrado, y la cámara se pasea entre escombros registrando la miseria y el desamparo en la que viven los supervivientes, hay cierta belleza en las imágenes de Balagov. Una belleza trágica, una delicadeza extrema que, al componer los planos y dotarlos de la luz y el color adecuados, transmite cierto aire de esperanza a la vez que demuestra que, efectivamente, la guerra también tiene rostro de mujer.