Hay un plano ya célebre en M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) en el que Peter Lorre mira de manera desconsolada a la furiosa muchedumbre, que le acusa de haber raptado y asesinado a una serie de niñas que han desaparecido en la ciudad. El pueblo pide su sentencia de viva voz, y el mítico actor austrohúngaro descompone su rostro con la mandíbula desencajada y los ojos saliéndosele de las cuencas. Nosotros, como espectadores, ya sabemos de la culpabilidad del personaje desde el principio, y la expresión que vemos en su rostro la asociamos a los sentimientos que corresponden al culpable: culpa, agobio, remordimiento y, en última instancia, miedo. Henry Fonda mira al público con ojos tristes antes del veredicto final de los miembros del jurado en Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957), donde la inocencia de un chico acusado de parricidio está en juego. En otro clásico del cine judicial, Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), la cámara se posa sobre el rostro de Gregory Peck para hacernos llegar el cúmulo de sentimientos que en él provoca el enjuiciamiento popular de una persona inocente.
Son muchos los ejemplos que al espectador le pueden venir a la cabeza durante el visionado de Reina de corazones (Dronningen, 2019) desde el momento en el que la directora May El-Toukhy nos concede el privilegio de saber más de lo que los propios personajes de la trama saben, y por tanto conocemos la inocencia y la culpabilidad de cada uno más allá del juicio al que se está sometiendo a cada personaje. Probablemente el referente más inmediato lo tengamos en la fascinante Perdida (Gone Girl, 2014), donde David Fincher nos hace partícipes de la verdad y de la injusticia, y juega con el espectador desde esa posición. En el film que nos ocupa seguimos la historia de Anne, una abogada afortunada en el dinero y el amor pero encallada en la rutinaria vida familiar a los cuarenta, que se ha especializado en resolver casos de menores, a los que ayuda a alcanzar una vida mejor o a superar los momentos más difíciles que se han encontrado en sus cortas vidas. En el momento en que acoge en su familia a su hijastro Gustav, comenzará un retorcido juego de provocación y seducción entre ambos que enturbiará la atmósfera de la familia de manera inevitable. El-Toukhy, prometedora realizadora danesa de ascendencia egipcia, compone con su segundo largometraje un apasionante ensayo sobre la verdad y el poder al más puro estilo del maestro Fincher, tensando siempre la cuerda de la que pende la inocencia y la culpabilidad de los personajes protagonistas y jugando perversamente con el destino de éstos.
Pero El-Toukhy no solo hace alarde de buen gusto en la manera de trabajar el contenido de su película, sino también en la forma de mostrarlo. Siendo fiel a la tradición nacional de la que procede como directora, podemos reconocer la influencia de Von Trier a la hora de –no– colocar el trípode y buscar siempre a los actores cámara al hombro, así como seguirles por el bosque o adentrándose con ellos en la oscuridad. La puesta en escena es fría y durante buena parte del metraje resulta incluso distante, alejándose de supuestas implicaciones de empatía con los personajes. Así mismo, el uso de los espacios y la pausada cadencia de montaje al corte limpio, sin fundidos y sin encabalgamientos, dejan entrever buenas maneras a la hora de contarnos en imágenes, haciendo un verdadero uso del lenguaje cinematográfico para transmitir ciertas sensaciones que intuimos en todo momento, y darnos a entender en qué fase mental y emocional están los personajes.
May El-Toukhy utiliza todos estos recursos de manera muy inteligente para armar un discurso sin duda controvertido. Para un servidor, esto ya de por sí lo vuelve interesante, hace que merezca la pena ser observado y analizado desde todos los puntos de vista posibles. Para buena parte del público, lo que vea en pantalla será repugnante y de muy mal gusto, y para un tipo determinado de espectador será visto como un golpe maestro, muy trabajado en el aspecto emotivo y elegantemente solucionado en el aspecto ético. Lo cierto es que la directora no va buscando el juicio de valor en ningún momento, y nos deja a nosotros valorar si los personajes deben ser castigados o salir indemnes, hasta que en el último tercio de película vemos desencadenarse las consecuencias finales de sus actos. El discurso de Reina de corazones arremete de paso contra todo y todos, se contravienen los preceptos de la tradición familiar y de las relaciones de pareja, también del buenismo social con el trato a los menores de edad e incluso disecciona y pone la lupa sobre algunos teoremas feministas.
Cuando saltan los créditos finales, si nos fijamos podemos ver que El-Toukhy acredita a Thomas Vinterberg como asesor especial. Vinterberg, toda una institución para el cine en Dinamarca y cofundador del movimiento Dogma 95 junto a Lars Von Trier, estrenó hace ya algunos años La Caza (Jagten, 2012), una cinta en la que reflexionaba sobre el efecto que tiene un juicio emitido por la sociedad sobre un individuo inocente, y por encima de todo una película que hablaba de la verdad y la justicia. En ella, la cámara ausculta el insondable rostro del brillante Mads Mikkelsen cuando el director necesita que entendamos aquello que no se puede explicar con palabras, nos arroja la verdad a la cara y se mofa de la justicia. Más allá de la influencia antes citada de Lang, Lumet o Mulligan, viendo Reina de corazones lo que podemos deducir es que El-Thouky cuenta con la ventaja de poder fijarse en su mentor a la hora de plasmar semejante juego de poder y de seducción, y desde luego que a la hora de jugar le ha salido bien la partida.
Lo mejor: La inteligencia de la directora para no manipular la opinión de los espectadores de cara al juicio al que serán sometidos los personajes.
Lo peor: Es posible que, obviando sus virtudes, gran parte del público vea en sus fuertes imágenes cierta gratuidad.