El recuerdo más célebre del Billy Wilder periodista nos lleva a la Viena de entreguerras, en su intento rutinario de entrevistar a Freud. El después director y guionista llegó al domicilio del padre del psicoanálisis (y según Robin Williams en El indomable Will Hunting“se metió tanta cocaína como para matar un caballo”), y le toco esperar a que el diminuto austriaco le diese audiencia. Freud, que se encontraba comiendo, se levantó de la mesa, y aún con la servilleta al cuello le preguntó: “¿Periodista?”, a lo que Wilder respondió “Sí”. “Pues ahí está la puerta” le espetó el viejo Sigmund.
En base a este episodio de su vida, no entendemos las ganas que aún le quedaron de retratar el mundo del periodismo desde sus entrañas, sus vísceras, con todo lo de pestilente y estomagante que tienen la evocación de estas palabras. De su experiencia, y de la herencia de los muckrakers yanquis, dirigió dos obras maestras:una comedia (Primera plana) y el drama El gran carnaval.
Charlie Tatum (Kirk Douglas) un periodista de la costa Este llega al supersticioso Sur a labrarse una fortuna, porque el nombre ya se encarga su soberbia de darlo por promocionado. Por casualidades de esas tontas que tiene la vida, su destino acaba cruzándose con el de Leo Minosa, un raterillo que saquea las viejas cuevas delos indios americanos en busca de tesoros, y que ha terminado sepultado en una cueva, cuando trataba de sisar una vasija con un valor de unos 10 dólares. La historia tiene todos los atractivos para un pendenciero como Tatum, que se revuelca en el barro más feliz que Katy Perry un día de peluquería.
Pronto, los engaños y las manipulaciones de Tatum y el sheriff del pequeño pueblo, sentencian de muerte al pobre Leo, mientras van creando un circo alrededor del evento.
“Si no hay noticias, saldré yo mismo y morderé un perro” le suelta Chuck Tatum al director de periódico que intenta embelesar. Y ya solo esta frase encierra todo lo que de bueno y de perverso tiene el personaje. Tatum es un viejo zorro que ha trabajado para los más grandes, que lo han tratado siempre como a un pequeño. Parece el ángel errante en busca del infierno en el que gobernar, después de mucho tiempo esclavizado en el cielo. Periodismo de calle, una raza alimentada después de medianoche con café, alcohol y tinta. El mítico periodismo al que nos queríamos dedicar todos los que estudiamos esa masificada carrera. El periodismo de investigación y pega, de sobornos y puertas con una rendija para vigilar quien entra. Periodismo etílico y faltón, sin más intención que la de contar una nueva historia a diario. Realidad o ficción, realidad ficcionada, o si nos ponemos el traje sureño de Capote, la non fiction novel.
Nadie como Wilder para crear el poderío visual que va a rodear el pobre y descabellado rescate del paleto de turno. Una historia ambientada en la América profunda, como podía hacerlo en Puerto Hurraco, Majadahonda o Amstetten, en la que la valentía se demostraba a chupitos, donde las distancias se medían en cojones y no con el sistema métrico,donde la corrupción y sus cómplices en lugar de esconderse, acuden a los programas de radio, y hacen campaña desde sus áticos de soberbia impune.
El gran circo empantana la verdad. Lejos del fasto y el oropel se encuentra la sucia, interesada y consentida podredumbre. Y en este cambio de registro es en el que Kirk Douglas vuelve a demostrar porque era el más socarrón, el más macho, el más sensible, el más trilero y dispuesto animal de la edad dorada del Hollywood clásico. Sus matices y su fiereza al servicio de la imagen de un egoísta que encuentra su alter ego (y su caída del caballo dirección a Damasco) en la oxigenada y atrapada esposa del accidentado Leo. Unos diálogos sublimes que pasan del flirteo a la náusea, de la admiración al chantaje, de la esperanza a la muerte.
Un retrato de la corrupción apoyada en la prensa, y vitoreada por el pueblo ciego ante la pompa de la que se rodean los medios. Un relato de otra época, vamos.
Por J.M.C.
@Jatovader
