Sabemos hace mucho tiempo que, en España, nuestros puntos fuertes residen, entre otros, en el turismo, el jamón serrano y los chorizos, no esos que hacen las delicias en jugosos bocadillos, sino los de las corbatas, los maletines y los papeles de Panamá. Sin embargo, además de esta colección de virtudes patrióticas, el cine español goza de buena salud (¿alguna vez no ha sido así?) gracias a la labor de muchos actores que nada tienen que envidiar a las grandes estrellas del resto de Europa o Norteamérica. Uno de esos talentosos artistas es Antonio de la Torre, cuya interpretación en Caníbal demuestra su capacidad reivindicando más y mejores papeles protagonistas.
Es, precisamente, en su inquietante, comprometido y pulcro trabajo donde se apoya el rigor narrativo de la película de Manuel Martín Cuenca, coautor del fenomenal documental nominado al Goya en 2009 Últimos testigos, que logra construir un relato sórdido y paradójicamente complejo, pues su aparente sencillez no es más que una inteligente treta del sólido guion escrito entre el propio director y Alejandro Hernández. Su estructura narrativa no solo consigue atrapar al espectador curioso, sino que puede lograr hacerle empatizar con el inexpugnable protagonista, un asesino aparentemente congelado por su propia e implacable crueldad.
Pero Caníbal es más que un elegante thriller sobre homicidas resignados. El film de Martín Cuenca se desliza durante casi dos horas en una meritoria lucha contra el reloj. La razón de esta «refriega» con el tiempo no es otra que la de no perder las virtudes que ha atesorado durante su primera y brillante primera mitad, justo en el momento en el que la película muta de género. Es en ese punto crucial, cuando el sorprendente y firme pulso del director y la sobrecogedora interpretación de Antonio de la Torre evitan cualquier atisbo de monotonía argumental fusionando a la perfección forma y fondo.
Lo admirable del planteamiento de Caníbal puede apreciarse más claramente en su último tramo. Llegados a este punto, donde se enfrentan la sensación de enorme frialdad con la que se han descrito los personajes y lo hipnótico del lenguaje puramente cinematográfico que Martín Cuenca pone sobre la mesa, el espectador decide rendirse ante la elegancia del relato que, como la mariposa encerrada en la crisálida, ha dado lugar a una trama arrebatadora y fascinante, plagada de matices y preguntas sobre los rincones más oscuros del amor.
Esta acumulación de virtudes no solo es fruto de una dirección impecable y del actor protagonista, sino que se extrapola tanto a Olivia Melinte, que interpreta con notable destreza a otro de los apasionantes personajes de Caníbal, como a la labor de dirección de fotografía, de la que se encarga Pau Esteve Birba, que recibió tanto un Goya como el premio en el Festival de San Sebastián. El fenomenal trabajo en esta disciplina (ya había demostrado su talento en Hermosa Juventud) da como resultado un cuidadísimo y preciosista estilo visual que no hace más que aumentar la personalidad de una película tan inquietante como profunda. Un film que brilla con luz propia.