Se suele decir que la realidad supera a la ficción. Esta sentencia, cuyo poder radica en la anomalía de aquello a lo que hace alusión, está tan manida que su significado ha perdido casi todo su valor e impacto. A pesar de que la gente se empeñe en acompañarla de gestos de sorpresa, uno cada vez tiene más claro –a medida que va viendo más y más cine– que lo realmente sorprendente y difícil es conseguir que la ficción se asemeje a la realidad, que sea un calco de ésta. Cuando se consigue que la ficción y la realidad sean lo mismo, entonces brota en la pantalla lo que todo artista anhela: La vida y nada más.
Un título que no podía ser más acertado, tan llano en su forma como definitivo en su fondo, que nos presenta un retrato casi documental de UNA vida (en concreto) que funciona como sinécdoque de LA vida (en general)… y nada más. Y es que la gran virtud del film es que a pesar de narrar el drama de una familia negra en una Florida oscura y hostil, el realizador español Antonio Méndez Esparza –también un extranjero en el país norteamericano– consigue contarlo de manera tan veraz y humana que en la mente del espectador una frase se columpia incesantemente, a pesar de que este nada tenga que ver con la etnia afroamericana ni sus tribulaciones en tierra ajena: “la vida es así”. Y cuando decimos «es así» no estamos hablando sólo de las semejanzas de la película con la vida, sino también de cómo es esta última y qué le hace ser como es, la disposición de los hilos que lleva a cabo la realidad para poder tejerse a sí misma y funcionar como funciona, y no tanto una descripción de ella. Tan real es que una madre quiera tan incondicionalmente a su hijo que le permita amargarle la vida, como la rebeldía adolescente que lo enturbia todo y genera una tensión constante que no llega a explotar, como que una chica acompañe a su hermana a un casting y acabe llevándose ella el papel… la vida es así.
Y es que, muchas veces, la verdad mira por sus intereses propios y se le antoja poner delante del director de casting a una mujer real, con fuerza, intensidad y vida, pero que no posee ningún título que la acredite como actriz: en este caso, ella es Regina Williams. De esta forma, Esparza recupera la sana y siempre interesante costumbre de corrientes cinematográficas como el Neorrealismo italiano, el cine quinqui español o la Escuela de Barcelona de los años 60, en las que se trabajaba principalmente con actores no profesionales. En La vida y nada más (2017), la verdad se desnuda gracias a unos actores que, más que actuar, viven en frente de nuestros ojos, a la improvisación y libertad concedidas por Esparza tanto a sus actores como a la planificación del rodaje, y a una cámara que no juzga, que es invisible e imparcial. Regina Williams, portento y cabeza indiscutible del elenco actoral, es una mujer cuyo recurso interpretativo es precisamente ese: ser una mujer real. Ella es, pero ha de serlo en la ficción, así que ¿es ella o su personaje? La realidad y la ficción se mezclan, se confunden; mejor dicho: se funden hasta ser lo mismo. Misión cumplida.