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J.M.C.

RdS: Lo desconocido de John Sturges

Es de suponer que cuando un director de cine se sienta a pensar la planificación de una película bélica, se aleja de estereotipos tendentes a la propaganda y el mal gusto, como hizo Spielberg en Salvar al soldado Ryan (abriendo y cerrando el filme con la bandera de USA, como si en las playas de Normandía sólo hubieran participado ellos), o Leni Riefenstahl en Olympia, para que luego dijese que ella no, que pasaba por allí y un señor con bigote le dijo “¡Achtung! ¿Qué te parece rodar una peli de las Olimpiadas que estamos montando en Berlín sobre los cadáveres de los judíos y gitanos?”, y claro, ¿quién puede decir que no a esta retórica? Y Leni lo hizo. (Eso no quita para reconocer el talentazo de esta, éticamente discutible, pedazo de directora).

¡Cómo lo estamos pasando Leni!
Pero lo verdaderamente raro es cuando un creador  decide que va a darle la vuelta a lo establecido, y va a cagarse en los estadounidensse que fueron a combatir a Europa, pero a su vuelta escupían a los japoneses. O cuando un guionista decide que los héroes de una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial van a ser los alemanes, porque ¡qué carajo! también habría un justo en Sodoma, ¿no? . Todas estas inquietudes las llevo a la pantalla John Sturges, el papi de la mítica La Gran Evasión, y el remake Los siete magníficos.
Razonablemente, Sturges no es el mejor director de la historia, y seguramente no le podríamos ni entre los 25 primeros. Pero era un artesano. Y tenía amigos, que como nos demuestra la clase política española últimamente, es muy importante cuando quieres prosperar. En 1954 su amigo Spencer Tracy (este sí que podría estar entre los 10 mejores actores) le llama para ofrecerle dirigir el texto de Conspiración de silencio, un más que buen thriller, en el que un veterano de guerra (el propio Tracy), manco para más señas, viaja hasta lo más profundo de la América profunda (un pueblucho en el que no para el tren, llamado Black Rock) en busca de un japonés con el que mantiene una deuda. Los lugareños son menos amables que Chicote en un kebab, y al bueno de Spencer le huele que ahí se está cociendo algo más sucio que el pasado de Sinatra.
Impacta ver, de nuevo, el trabajo de los secundarios en este filme. Un primerizo Lee Marvin y un histriónico Ernest Borgnine, dan vida a los “simpáticos” habitantes de Black Rock. Al modo vecinos de La Comunidad, cada uno desplegará su maldad para hacer la vida imposible al forastero. Junto a ellos, su líder, uno de los mejores malos de todos los tiempos, si no el mejor: Robert Ryan. Es curiosa la facilidad de este impresionante actor para adaptar su físico a todo tipo de villanos. Y claro, cuando se encuentra con Tracy, el cóctel explota arrinconando al resto del reparto.
  
Sturges se moja. Caricaturiza los códigos éticos y de compadreo que se establecen en el Sur, en una especie de omertá impuesta en pos de un supuesto beneficio común. Y en el horizonte, el racismo y la persecución a la que fueron sometidos los japoneses y americanos de ascendencia nipona en USA, a raíz del ataque a Pearl Harbor.

Y pasaron los años…exactamente 21, y Sturges, que ya se había doctorado en cine bélico con La gran evasión, decide que ya es hora de ponerle un poco de fantasía a un episodio tan trágico. Y se adelantó décadas a Tarantino y sus Malditos bastardos para rodar un supuesto magnicidio sobre uno de los dirigentes de la contienda, en este caso el british Winston Churchill. Claro, los protagonistas, los héroes de la película, son nazis. Y ojo, eso escuece. Nos guste o no, empatizar con los boches mientras planean una estrategia para acabar con el primer ministro inglés, es muy jodido.
Ha llegado el águila es un fábula acerca de una misión prácticamente suicida, encargada por un joven Robert Duvall a un más joven todavía Michael Caine (que acaba de cumplir 80 palazos, por cierto…¡¡¡Felicidades Alfie!!!), un comandante aleman más cercano al pueblo que al Tercer Reich. Por momentos irregular, merece la pena ser vista solo para comprobar que sí, que es posible que en el otro bando hubiera gente güena. Y por el gustazo de escuchar a Donald Sutherland en su eterno papel de listillo socarrón, sin lugar a dudas lo mejor de la película.
Un pequeño y bélico homenaje a un director desconocido de nombre. Y ni puta falta que le hace, ya hablan por él sus películas.

Por J.M.C.
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