Como uno de los mayores exponentes del cine social a través de historias esencialmente humanas se encuentra la Nueva Ola Rumana, una suerte de relevo cinematográfico-generacional al que se han unido algunos de los directores contemporáneos más importantes del país. Corneliu Porumboiu (Policía, adjetivo), Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días), Anca Damian (Crulic, camino al más allá) o el propio Cristi Puiu (Sieranevada), han ido sentando las bases de una filmografía que ha situado el séptimo arte del país europeo en el punto de mira de los festivales más prestigiosos; también del público más exigente, que ha sabido ver en sus películas algunos mensajes capitales, lecciones de vida y experiencias vitales en los que el artificio nunca ha sido aliado de sus hacedores.
Puiu, como uno de los abanderados y pioneros de esta corriente, resultó uno de los grandes protagonistas del año 2005 gracias a su película La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu), crónica de una muerte no anunciada (¿o sí?) que mostraba abiertamente las estructuras del lenguaje narrativo que compartirían muchos de los trabajos que llegarían con posterioridad. De la misma forma, el mismo Cristi Puiu volvía a lograr en 2016 un hito gracias a Sieranevada, otra obra importante cuya mirada estrigiforme ofreció al público uno de los relatos sobre la familia más genuinos del género. Hoy, trece años después de aquella irrupción, contemplamos en la cartelera actual como Pororoca (2017), del director Constantin Popescu, mantiene vigente el fondo y la forma de un cine tan reconocible.
Casi una década antes de la celebrada Sieranevada, Puiu ya había decidido poner su objetivo en los entresijos de la sociedad rumana. En este caso, el realizador de Bucarest diseccionaba con prisma crítico el precario sistema sanitario del país por medio de una comedia ennegrecida por la gravedad de los sucesos que narraba. En realidad, La muerte del señor Lazarescu era un drama profundo y áspero, el relato de un proceso -casi- mortal que ponía en evidencia la falta de empatía y la irresponsabilidad del ser humano, su incompetencia y las consecuencias de la dejadez y el derroche económico de los gobiernos. Lazarescu, al que interpretó con escalofriante sobriedad un Ioan Fiscuteanu que fallecería tan sólo dos años después, se convertía en la pelota del tejado, el paquete al que ni vecinos, ni enfermeras ni médicos, querían atender. Tan solo, la figura de una médica de ambulancia preocupada por las situaciones kafkianas que el anciano estaba pasando -y a las que éste asistía atónito y cada vez más enfermo-, se tornaba en insistente ángel de la guarda a pesar de los enfrentamientos y las malas palabras que le dirigía el rancio e inhumano personal de los hospitales.
Pero, ¿cómo contar algo tan tremebundo sin querer dejar de lado el humor?. El jurado del Festival de Cannes de aquel año le daba a la cinta de Cristi Puiu el premio como Mejor película de la Sección «Una Cierta Mirada» (Un Certain Regard), pues esa extraña combinación de trivialidad cotidiana y temas trascendentales como la muerte o la putrefacción de ciertos estamentos oficiales (que acaba extendiéndose a los propios ciudadanos) resultaba ser un logro cinematográfico al conseguir disfrazar la tragedia con la comicidad de lo ordinario, y viceversa. La fluidez y la seguridad de un guion escrito sin ataduras argumentales (quedan claras sus intenciones de denuncia), formales (planos secuencia, elipsis, cámara en mano) o de tiempo (153 minutos de metraje), fueron los sólidos pilares sobre los que el director iba a desarrollar su particular sentido del humor. Inequívocamente, en todo el delirante camino del sexagenario y alcohólico Lazarescu hasta la sala de operaciones, las diferentes fases de este vía crucis personal invitaban a la ironía y al esperpento, precisamente lo que Puiu acertó a no olvidar en este cuento urbano sobre el abandono del que nos toca de lejos.