El galo François Ozon es uno de esos directores con la extraña virtud de sobrevivir cual funambulista lanzándose a la cuerda floja de un guion atado por tramas desgastadas cercanas al telefilm. Lo consigue gracias a utilizar una soga perfectamente trenzada por personajes robustos y una particular visión de las relaciones humanas donde se asegura cabida para conceptos a veces complejos, aunque siempre narrados con un especial gusto por la dramaturgia cotidiana y verosímil. En su obra existe una clara evolución marcada por la estela francesa contemporánea, a la cual parece aventajar con su primer film de gran potencial narrado desde la inventiva de un joven alumno que descubre rápido haberse convertido en el pasatiempo favorito de un profesor hundido en la rutina de la enseñanza.
Sin demasiadas destrezas estilísticas pero con efectividad narrativa, En la casa (Dans la maison, 2012) -adaptación libre de la obra teatral El chico de la última fila del madrileño Juan Mayorga– se descubrió como la madurez de su cine demostrando un estilo más conciso cargado de comedia negra y emoción erótica, sin olvidar al drama y una buena parte de retórica. No es casual que poco después llegara Joven y bonita (Jeune et Jolie, 2013), su siguiente obra, con la cual continuó la senda de la ficción fluida para hablarnos de un inquietante despertar sexual cargado de poder y feminidad: un paso más allá en la construcción de personajes, incluso en la orquestación de la composición del montaje, que sirvió como antesala perfecta a lo que puede ser considera como su obra magistral, y por extensión, nuestra recomendación de la semana. Principal competidora de la hipnótica Elle (2016) de Paul Verhoeven en los premios César 2017, con 11 nominaciones cada una, Frantz (2016) supone la consagración de Ozon como uno de los directores más relevantes del panorama francés, además de su mayor alarde cinematográfico.
Sorprendentemente, el film juega fuera del marco de comodidad habitual del director, a pesar de que sus personajes vuelven a utilizar reflejos y camuflaje para buscar nuevos espacios en la sociedad reinventando su propio ser. En esta ocasión se atreve a adaptar al cine moderno una reconocida obra de Ernst Lubitsch como es Remordimiento (The Broken Lullaby, 1932), aunque obviando el texto original de Maurice Rostand en la que el film clásico está basado. Decide además tomar herramientas cinematográficas de antaño, aportando una elegante fotografía monocromática, aunque permitiéndose jugar con fantásticos elementos dispuestos a todo color que funcionan como oníricas reminiscencias de seres queridos en momentos luminosos. No hay espacio para flashbacks rudimentarios y anodinos, siendo la propia concepción de la memoria la que hace fluir el pasado fundido en el presente, creando un espacio atemporal perfecto para advertir la crisis existencialista que sus protagonistas sufren al mirar de frente –aunque no diferentes ojos- al verdugo de la muerte. Dentro de estos oasis de memoria hay espacio, además, para la reinterpretación y la fabulación, pues llegamos a encontrar una puntualización en tono amoroso y de admiración entre los jóvenes que fueron soldados: un plano dramático tan lírico como bello, en contraposición a la dolorosa verdad de la que surge el germen de la trama.
Volvemos entonces a reconocer ciertos temas recurrentes en su filmografía, aunque relatados en un plano diferente. Mientras la historia narrada por el misterioso soldado francés Adrien (Pierre Niney) avanza, nosotros comenzamos a ser partícipes de las dudas y el interés que despierta en la prometida del soldado fallecido, Anna (Paula Beer); ¿qué ha llevado a un francés victorioso a llorar ante la tumba de una alemán derrotado? Las maravillosas y delicadas interpretaciones de los protagonistas nos adentran en el juego de descubrir la verdadera historia. Hasta entonces, las fichas se mueven por el tablero del guion entre el remordimiento, la redención y una visión antropológica de la mentira -siempre con un rastro de sacrificio que quizás la convierta en piadosa- como elemento esencial en la vida cotidiana donde en ocasiones la verdad puede suponer un colapso en la estabilidad.
El film culmina su bagaje por la miseria moral, las consecuencias del belicismo y las luces del enamoramiento dejando un poso de naturalidad complejo donde la culpabilidad se diluye entorno a la complacencia. En el camino queda belleza, sentimiento y emoción en las formas de una narración que se desprende de las ambigüedades y aporta diferentes lecturas abarcando temas como las relaciones humanas, el antibelicismo e incluso una llamada de atención contemporánea hacia la incipiente ola de movimientos de extrema derecha nacionalistas a lo largo de Europa, pues no teme mostrar cómo la llama aún viva de la Primera Guerra Mundial encendió la mecha del segundo gran conflicto bélico. Con todo ello, además de los detalles que surjan en sucesivos visionados, reconocemos en Frantz un ejercicio estilístico y formal ejecutado a la perfección, algo que puede jugar en su contra a la hora de convertirse en un clásico a pesar de tener todos los ingredientes para ello.