Con deseos sinceros por reunirnos con aquellos a los que menos vemos, obligados por las convenciones sociales o, simplemente, neutrales ante tanto alborozo invernal, asumimos de diferentes maneras los ajetreados días del período navideño. Uno de sus momentos álgidos es la Epifanía, fecha en que los cristianos conmemoran la adoración de Jesús por los Reyes Magos y contexto temporal en el que John Huston -apoyado en un texto de James Joyce que adaptó su hijo Tony– situó su último trabajo cinematográfico. El legendario realizador, ya bastante debilitado durante el rodaje, fallecería poco tiempo después.
Allá por el año 1904, Dublín, cubierta de blanco, encaraba una noche cuya oscuridad era sólo acompañada por el sonido de los carros que llevarían a sus gentes de casa en casa. Algunos, los más afortunados, se dirigían a casa de las señoritas Morkan, donde se iba a celebrar una de las fiestas más conocidas de la ciudad. Nosotros, espectadores dispuestos al viaje temporal, comenzamos a sumergirnos en esta aventura costumbrista ya desde sus títulos de crédito, de blanco sobre negro convencional pero distinguidos por una preciosa pieza obra de Alex North, fabuloso compositor y responsable de trabajos como Espartaco (Spartacus, 1960), Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951) o Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman, 1968). De esta forma, el film comienza su sutil seducción y no tardará en ofrecernos un primer desfile de invitados, personajes que van llegando a un hogar en el que parece ir elevándose el tono del jolgorio y en el que la cámara de John Huston ya bucea con soltura y delicadeza.
Tras los minutos más entusiastas de la película, consecuencia y reflejo de la euforia del reencuentro, llega la hora del baile y de admirar las habilidades de algunos presentes, otro escalón del protocolo que, aquí, bien podría ser una suerte de hermana pequeña de secuencias similares pero más grandilocuentes como las de El gatopardo (Il gattopardo, 1963) o La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993). Durante este tramo ceremonial, Dublineses (The Dead, 1987) enseña su cara más «cómica» al mostrar con gracejo las idas y venidas de la clase alta del Reino Unido a través de cotilleos y chascarrillos, costumbre implícita en su, casi siempre, barroco y encorsetado estilo de vida. Justo en estos momentos, cuando podría adivinarse que la película continuará planteando los diálogos chispeantes aunque poco trascendentes entre los diferentes invitados, Houston acomete la misión de parar el tiempo y desnudar las realidades; el señor Grace (Sean McClory) comienza a recitar una poesía profunda y sentida que sume a todos en un breve trance. Es ahí cuando el realizador da un paso adelante, hace una declaración de intenciones, y posa su mirada en Gretta Conroy (Angelica Huston), que parece atrapada por las palabras, petrificada por los pensamientos e inmune al paso del tiempo. Pese a la emoción del momento, en el que el espectador sensible también desearía quedarse para toda la eternidad, el evento debe continuar, y lo hace con brío, permitiéndose recordar la agitada situación política (se promovía la lucha por la independencia de Irlanda) a partir de las enérgicas declaraciones de una reivindicativa y feminista Molly Ivors (Maria McDermottroe). De esta manera, los comensales se disponen a ocupar sus lugares alrededor de la mesa mientras continúan entre ellos los inevitables dimes y diretes. Primeros planos y generales se alternan para continuar definiendo los trazos de cada personaje a la vez que el alboroto va mutando en moderación, momentos hacia la calma y preámbulo de uno de los tramos más fascinantes de Dublineses.
Mientras «los de siempre» pierden ligeramente las formas invitados por el exceso de alcohol a despeinarse y contar batallas que a nadie importan demasiado, Gabriel Conroy (Donal McCann), entregado, elegante y culto esposo de Greta, prepara su discurso de agradecimiento a las anfitrionas. Lleva toda la celebración mirando a escondidas sus anotaciones en un papel baqueteado por el ímpetu con el que lo manipula preocupado porque sus palabras fluyan durante el emotivo momento, seguramente también abrumado por los sentimientos hacia su bella esposa y a la que a buen seguro quiere impresionar. Pero Huston, postrado ya en su silla de ruedas detrás de las cámaras, no ha querido mostrar ninguna prueba evidente de lo que en la pareja siente el uno por el otro; al contrario, nos ha engañado dibujando hasta el momento a una mujer en actitud levemente distante y contemplativa y a un hombre más bien aséptico; un tipo educado pero poco expresivo. A pesar de todo, nada fallará en una cena que ha resultado un éxito, tan agradable para los invitados, como fructífera para unas anfitrionas a las que la fama de sus fiestas les seguirá siendo favorable.
A partir del momento de la despedida comienza el tramo final de Dublineses, veinte minutos inolvidables donde la épica de la tristeza más desgarradora aparece para adueñarse de una película que simplemente había enseñado esbozos de su poética. Aquí, el director se conjura para que su trabajo quede grabado en el corazón gracias a las últimas tres secuencias. El personaje de Angelica Huston, apoyado en la escalera de la casa antes de despedirse, escucha la canción «The Lass of Aughrim» a la vez que siente que algo se quiebra en su interior. Gabriel la observa desde el rellano sabedor de que la cabeza de Greta no está en esa casa, tampoco el corazón. No hay grandes gestos ni diálogos en la escena, pero hay una revelación interior crucial que viene a desatar el vendaval cuyos primeros vientos Greta ya había notado durante el recital del señor Grace. Sólo una confesión de ella, la que se produce cuando el matrimonio ya se encuentra en la habitación del hotel, hará que Gabriel comprenda el motivo que ha entristecido tan profundamente a su esposa. Ese dramático instante agota a Greta y el propio dolor la induce al sueño con la urgencia del que debe cerrar los ojos para hacer frente al desgaste que suponen los duros recuerdos. La calma que ha llegado tras la tempestad invade la atmósfera de la habitación para dar lugar a la admirable reflexión de Gabriel, quizá, unos de los finales más lúcidos y hermosos que el cine ha podido dar a luz y que sólo descubrirá aquel que se entregue, en cuerpo y alma, a la propuesta del John Huston más apasionado.