La gran amistad entre Lars von Trier y Thomas Vinterberg, muy posiblemente entre otras muchas cosas, dio a luz lo que se denominó «Manifiesto del Dogma 95». Esta filosofía cinematográfica, que en su gestación recordaba a la revolución de Godard, Truffaut y compañía que desembocó en la conocida y respetada Nouvelle Vague, se basaba en realizar cine apoyado en los valores más tradicionales. Por tanto, de ello dependería la temática, las interpretaciones o la ausencia de tecnología al servicio de la puesta en escena y los efectos especiales. La teoría, en cierta manera bien argumentada, parecía molestar a algunos de los críticos más afamados, aunque la realidad era que había conseguido atraer la atención tanto de algunos cineastas desconocidos, como la del público con más inquietudes por el cine alternativo, aquel que no dependía de los grandes presupuestos.
Si bien es cierto que a mediados de la primera década del año 2000 el movimiento perdió gran parte de su prestigio y su fuerza debido a las «trampas» de los realizadores a la hora de aplicar sus directrices, es justo destacar algunas de las películas que resultaron de aquel «levantamiento» fílmico. Tal el es caso de Los idiotas (Idioterne, Lars von Trier, 1998), Mifune (Søren Kragh-Jacobsen, 1999), Fuckland (José Luís Márques, 2000) o, de la que pretendo hablaros, Celebración.
Festen, que así se llama originalmente la película que dirigió Thomas Vinterberg en 1988, tiene el honor de ser el primer trabajo amparado por las normas del manifiesto Dogma 95. Aunque después el realizador danés confesó haberse tomado algunas licencias dentro de la puesta en escena (construcción de escenarios y modificación de la iluminación), el film parecía respetar y cumplir la mayoría de las reglas de lo que también se llamó «Voto de Castidad«. Celebración fue recibida de manera excepcional por la crítica y fue galardonada con el Premio Especial del Jurado en Cannes y el Premio a la Mejor ópera prima en los Premios del Cine Europeo, entre otras distinciones y nominaciones.
Y sí, todo ese revuelo de reconocimientos estaba bien justificado. Celebración es todo un desafío para el espectador que asistirá al regocijo y el éxito de lo más convencional, a la vez que disfrutará con un relato áspero aunque dotado de un humor nada desdeñable, extravagante y llamativamente sincero. Ver a Los Klingenfeldt, una familia de la alta burguesía danesa, tambalearse ante lo que parecía un hecho imposible, es la excusa de Vinterberg para darle otra vuelta de tuerca a los entresijos del séptimo arte. El «todo vale» cinematográfico del danés, apoyado en los desafiantes preceptos del Dogma 95, resultó una alternativa loable y sorprendente que, aunque hoy parece agonizar, siempre mantendrá a sus películas abanderadas entre aquellas estupendas y necesarias rarezas que ha dado a luz la propia historia del cine.