Comienza la película y ya se nos remueve algo por dentro con la primera escena. Es Michael Haneke, sabemos que le gusta enfrentar a los espectadores a infiernos oscuros, íntimos y personales y en este caso lo consigue con creces con una historia muy sencilla, conmovedora, dura, desesperanzadora… Vaya, que sales del cine un poco tocado, especialmente con algunas escenas, pero satisfecho con lo que acabas de presenciar, una obra redonda, una historia totalmente franca, bien contada, bien rodada y con unas interpretaciones asombrosas.
Dos horas de metraje con una sensación de tensión que sabes en qué va a acabar pero que no quieres ver cómo sucede, una sensación extraña que no te deja estar del todo cómodo en la butaca… pero que tampoco te deja apartarte de lo que estás viendo. Te atrapa. Te atrapa la historia y sus personajes. Son un matrimonio anciano, de más de 80 años, profesores de música jubilados que viven en una casa llena de tranquilidad y paz, música, libros, pinturas por todas partes. Una noche regresan de ver el concierto de uno de sus ex alumnos. Charlan, bromean, disfrutan el uno del otro del paraíso que han creado en su hogar. Al día siguiente algo parece ir mal… y a partir de ahí nada mejorará.
La vejez, la enfermedad, la alucinación, la demencia y el amor. Haneke nos muestra todo esto sin caer en el sentimentalismo fácil, deteniéndose a retratar con sencillez la vida misma, las consecuencias del paso de los años, la decrepitud de la vejez y el amor tranquilo, sosegado y maduro. Sobrecogedoras son las interpretaciones de los dos protagonistas, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, soberbia en un papel muy pero que muy difícil. Se ha llevado, entre muchos otros premios, el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Haneke logra lo que busca, una profunda reflexión sobre la vida y la muerte sin artificios. Una película estupenda, pero dura como la vida misma.
Por Lore Pérez