No hay tantas películas sobre el periodo después de la guerra como del propio conflicto en cuestión, pero esto no significa que las historias tras la sinrazón de la batalla no sean tan dramáticas o sugerentes para ser contadas como las otras. Muchas de aquellas historias, reales o inventadas, eran igual o más trágicas. La posguerra es un tiempo espeluznante y cruel. Y eso nos refleja Phoenix.
En 1945 una mujer regresa de un campo de concentración. Su cara está totalmente desfigurada así que un cirujano recompone su rostro. Tras recuperarse, decide buscar a su marido pero su encuentro con éste no será como ella espera.
La propuesta ya es trágica. El dolor físico infligido por el desproporcionado castigo nazi se une aquí al dolor emocional. Volver a una ciudad en ruinas, con los corazones de sus gentes destrozados y el alma y la identidad robada se unen al esfuerzo de la protagonista por volver a recuperar todo lo perdido durante los años de conflicto. Petzold nos habla de supervivencia. De la física y de la supervivencia emocional, de la vuelta a los días en los que los nombres y los rostros aun no se habían perdido tras las balas.
Para darle credibilidad a una historia que en algunos tramos puede resultar menos convincente, el director alemán vuelve a utilizar a su musa, Nina Hoss, actriz alemana que, a sus 39 años, posee un bagaje cinematográfico importante. Su papel en Barbara, también dirigida por Christian Petzold, le valió el reconocimiento de la crítica internacional. En Phoenix destaca por una interpretación sobria y realista de un personaje castigado, hundido pero a la vez enormemente esperanzado.
Phoenix es un melodrama que mantiene su ritmo narrativo con ese pulso impertérrito tan característico de la escuela berlinesa que , aunque no se libra de ciertos altibajos, es uno de los largometrajes más dignos de la cartelera que aun podemos disfrutar en pantalla grande. Un homenaje con luces y sombras al olvido, a la redención y a la culpa.
Por Javier Gómez.
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