Nunca es demasiado tarde es un film sobre la soledad y la muerte, maquillada con pequeños espasmos de comedia, fugaces pero efectivos. En su ejecución, el director opta de manera efectiva por la sobriedad: planos largos que subrayan la sensación de soledad y de “vida en pausa”. La puesta en escena reposa en sus personajes, escasos pero de gran peso y especialmente en su personaje central (John May, interpretado magistralmente por Eddie Marsan), ese burócrata, serio y meticuloso, contenido en sus emociones, flemático pero comprometido en su cruzada contra el olvido.
Nunca es demasiado tarde narra los esfuerzos de John (Eddie Marsan) un empleado municipal por encontrar a Kelly (Joanne Froggatt), hija de un hombre solitario y marginal llamado Billy. Este será el último encargo de John, debido a que el municipio decide prescindir de sus servicios. El caso se volverá en un asunto personal cuando descubra que Billy era su vecino.
Eddie Marsan se luce, por fin, toma las riendas y consigue mostrar su potencial como actor, lejos ya de papeles secundarios para grandes producciones (“Sherlock Holmes”, “V de Vendetta”) o trilogías de culto (“Bienvenidos al fin del mundo” arropado por Simon Pegg y Nick Frost). La creación de un personaje tan solitario, distante y a su vez humano, le ha valido el premio al mejor actor en el Edinburgh Film Festival 2014.
En Nunca es demasiado tarde todo es complejo en su aparente simplicidad; su carga metafórica, las constantes alegorías y la poesía visual (mérito especial para Stefano Falivene, en el apartado de fotografía) acompañan la narración pausadamente. Hay que advertir que se trata de un film que pide paciencia y serenidad al espectador, pero compensa sobradamente con un tramo final sencillamente magistral.
Por Gerard Gomila