Si Richard Linklaterse dedica a supervisar la mella del paso del tiempo en una pareja, Cédric Klapisch repite la fórmula pero poniendo como estudio de su tesis a la amistad y la madurez.
Madurar, ¡Qué verbo tan complejo! Algo que parece lejano en la facultad pero sin que uno se dé cuenta, aparece repentinamente. Para afrontar mejor semejante deber están los amigos, esa continuación de la familia a los que se les confía todo o casi todo. Con los que se crece y se vive momentos inolvidables; uno tropieza, aprende y disfruta con ellos.
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Al igual que Céline y Jesse (todo amante de las trilogías indies debería saber quienes son), este grupo viaja por el mundo. España –no podía ser otro lar- les acogía en la eufórica etapa del Erasmus.
Romain Duris ha sido el excursionista a seguir en estos doces años. Caradura, desgraciado, ilusionado, desquiciado, da igual, porque siempre se le quiere. El actor fetiche de Klapisch le sabe llenar de vida y dar un fondo intrínseco para que sea creíble. Una madura Audrey Tatou repite, y también Kelly Reilly siendo la esposa inglesa de Xavier; Cécile de France aparece nuevamente. Todos ellos cumplen con los enredos que el guión exige.
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El cine independiente apartado de las garras de Hollywood posee un encanto sin igual. Lo europeo carece de los conservantes que la potente industria casi siempre añade. Por eso en esta trama no hay amigos mentores ni meros compañeros con los que quedar para ver los partidos. Porque los colegas están para lo bueno, pero también para lo malo o lo gamberro: son confidentes, tapaderas e incluso amantes. Por algo no nos vienen establecidos.
El largometraje aprueba con nota por su desvergüenza y su soltura, y supone una opción más que original para una tarde dominguera, ya que deja mejor sabor de boca que una típica comedia.
Lo mejor: Es ágil en todo momento.
Lo peor: Si no se han visto las dos anteriores, el significado queda vacío.