La orfandad a la que nos vemos sometidos los amantes del cine, más allá de peleas entre productoras y/o distribuidoras, se ha hecho patente con el apocalíptico panorama que nos ha traído la pandemia. Someter al escrutinio de la calidad a las recientes ganadoras de los certámenes más o menos prestigiosos del circuito internacional, palidece si se compara prácticamente con cualquier año de cualquier década anterior. De entre las nominadas al Oscar a la mejor película, entre otras 5 candidaturas, se encuentra la reciente ganadora del León de Oro de Venecia y del Globo de Oro, Nomadland, dirigida por la china americanizada Chloé Zhao, y que viene precedida de una fama de corte social y de buen cine (para muchos la película del año). Expectativas que, difícilmente, llega a satisfacer.
Nomadland, basada en una novela de no ficción de Jessica Bruder, narra la historia de una mujer en edad de jubilación, viuda, sin hijos, que sobrevive en el lado oscuro del capitalismo a través de una secuencia breve de trabajos enlazados al más puro estilo temporero. La particularidad de su odisea, está en que su vida, su casa, su hogar, es su transporte, una furgoneta adaptada con la que recorre el país en busca de oportunidades laborales que le permitan (sobre)vivir con cierta dignidad. En este periplo se cruza con decenas de personas que han adoptado este mismo estilo de vida, un poco por ideales, un mucho por obligación, y con una historia anónima que contar.
Esa luchadora entre gladiadores del nomadismo está interpretada a la perfección por Frances McDormand, que se rebela contra el estereotipo de la edad, y enlaza sus mejores trabajos en estos recientes años de su carrera. Alrededor de su omnipresente figura en pantalla pululan seres con rostro y sin nombre, una acumulación de experiencias narradas en la confianza de clase, actores cuyo nombre nadie se ha molestado en registrar porque es otra su profesión. Tan solo la aparición de ese magnífico actor como es David Strathairn rompe con la galería monocromática del amateurismo.
Destaca la magnifica (y favorita para los Oscar) fotografía de Joshua James Richards, con quien Zhao ya había trabajado en su película anterior, la aclamada The Rider (2017). La directora se ensimisma en los amplios espacios de los Estados Unidos, poniendo en liza una bellísima road movie que remueve conciencias, y que nos muestra una realidad desconocida para la mayoría del gran público. Aquí quizá es donde la realizadora peca de sensacionalista, al tomar partido del exhibicionismo de la miseria como en un escaparate para bienintencionados, pero ciegos espectadores, incidiendo en la tragedia a través de un pesado y moroso toque de piano, redundante y tramposo.

Ni que decir tiene que la cansina e irreal comparación con Las uvas de la ira (The grapes of Wrath, 1940) es del todo gratuita, más allá de contar un problema laboral global, y hacerlo en forma de road movie. Las intenciones de Ford (y de John Steinbeck), con esos planos cerrados y repletos de actores, largos diálogos y escenas de alto contenido ideológico y dramático, ejemplificaba que la unión de los trabajadores hace la fuerza, una metáfora del sindicalismo de entreguerras. Zhao, por su parte, ha preferido rodar con cierta intimidad sobre su única protagonista, pasando de puntillas en la búsqueda de culpables, y elevando un estilo de vida prejuzgado por la masa sedentaria.
En definitiva, una bellísima película sobre un episodio dramático y de actualidad, que sin embargo no se corresponde con el engrandecimiento que, crítica y público, están haciendo de ella. Y es que a buen hambre, no hay pan duro.
