Llega por Navidad la tercera entrega de la saga protagonizada por Ben Stiller. No esperéis grandes sorpresas. No las hay. La película insiste en el formato que tan buenos resultados le dio en taquilla en las dos historias precedentes, aplicando aquello de que si algo funciona ¿para qué cambiarlo?.
Larry Daley (Stiller), el guarda del Museo Americano de Historia Natural, viajará con el resto de personajes al Museo Británico en Londres, donde deberán descubrir el misterio que se encuentra tras una antigua tabla egipcia que parece transformarse por una especie de maldición. Las figuras del museo, una vez más, vuelven a llevar el peso de la acción, quedando Larry como hilo conductor de la historia.
Nos encontramos de nuevo con los personajes que ya aparecieron en las dos anteriores cintas, sirviendo la película de despedida a dos actores que nos dejaron este año: Robin Williams y Mickey Rooney. Un triste adiós para dos intérpretes que merecían un mejor epílogo en sus carreras. Por otro lado, todo suena a visto y repetido. Es el problema que, en ocasiones, arrastran las secuelas. Una vez evaporado el factor sorpresa, con una idea primigenia acerca de figuras que cobran vida, todo el interés de la película radica en los posibles gags, con mayor o menor fortuna, que pueda haber, que se suceden sobre una historia tan simple que haría sonrojar a un niño. Risas pocas, eso es lo peor, una comedia que fracasa como tal, lastrada por la alarmante falta de expresividad y gracia de un Ben Stiller que, no contento con su sola actuación, se saca de la manga un álter ego a modo de cavernícola al que acabas odiando sin remedio. Eso sí, si eres fan del cómico neoyorkino, estás de enhorabuena.
En un empeño por querer meter el mayor número de chistes en 90 minutos, los personajes acaban por cargarte, queriendo por momentos sacar un mando para poder devolverlos a su parálisis de museo. Todo ello envuelto en un sinfín de piruetas, saltos y efectos especiales (bien hechos al menos) que sirven de relleno a una película que entretiene sólo a ratos, divierte poco (las sonrisas las contarás con los dedos de una mano) y que no logra ni siquiera dibujar un villano que complique un poco las cosas a Stiller y compañía, un desubicado Lancelot en busca de un Camelot perdido que da más pena que miedo. Creo que el museo, definitivamente, necesita echar el cierre.
Finalizando, película para ver sin muchas pretensiones y para incondicionales absolutos de Ben Stiller y/o museos para ir con los niños. Un fast food cinematográfico en toda regla.
Lo mejor: El cameo final de Hugh Jackman.
Lo peor: Una vez más, ver que un despliegue enorme de efectos especiales no es suficiente para hacer algo entretenido.
Por David Peñaranda
@yodigital01