En las mejillas de la magnética Rooney Mara, aquella joven que plantaba cara al nuevo Freddy Krueger en un infame remake pero que supo encauzar su carrera hacia terrenos mucho más prósperos, se concentra el color rojo de la vergüenza. Emily, que así se llama su personaje, mira a su alrededor entre el rubor y las lágrimas, como pensando «qué he hecho yo para merecer esto». Pero la verdad es que es una incógnita más en Efectos secundarios (Side Effects, 2013), cubículo en cuyas cuatro paredes se reflejan el juego sucio de la industria farmacéutica, los tejemanejes de las élites, la siempre ambigua deontología profesional y la sucia ambición que lanza sus dentelladas cuando lo que pudo ser no fue. En definitiva, un tenso caminar en círculo alrededor de una pila de cadáveres de lo que algunos llaman la ética y la moral.
A pesar de todo el olor a podrido, Steven Soderbergh le da a todo este inquietante trayecto su estilizado toque maestro. Pinceladas del cine con kilates de un director consagrado que tiñó en diferentes colores ese tríptico sobre el narco en Traffic (2000), se acercó a la figura del Che Guevara como nunca antes (Che: Guerrilla, 2008; Che: El argentino, 2008), y puso patas arriba el frío festival de Sundance con su primer largometraje: Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies and Videotape, 1989), distribuida con orgullo por el despreciable Harvey Weinstein y su Miramax.
Por supuesto, al talentoso Soderbergh no se le iba a resistir este noir contemporáneo, hecho a medida para un realizador obsesionado con la imagen como catalizador de personalidades. Así, acunada por la hipnótica banda sonora de un inspiradísimo Thomas Newman y el genuino amor puesto en cada encuadre, la película se mueve como una serpiente que pretende escapar de una habitación llena de obstáculos. Efectos secundarios zigzaguea lenta y sibilinamente en su primera hora, un corrosivo viaje que aúna estados mentales, fármacos y una estilizada variedad de planos, ademanes y gestos. Después, el film parece aturullarse entre algunos giros inesperados y cierta necesidad de que todo cuadre a la perfección. Y ahí está su atractivo, o quizá su mayor defecto: el tramo final del film parece traicionar toda su belleza anterior, aunque es posible que esta realidad revalorice las virtudes acumuladas. Pero es Soderbergh quien está al mando, así que Efectos secundarios nunca deja de resultar enigmática e irritantemente elegante, como una femme fatale a la que el policía de turno no puede resistirse.
Puede verse en Netflix