Es bien sabido que la ciencia ficción es un género cinematográfico que se ha empleado, sobre todo, para abordar cuestiones filosóficas con la finalidad de entender la esencia del ser humano. Con estas películas se confronta la realidad con otra posible (por imaginada) donde los avances científicos y tecnológicos aportan la irrealidad (a veces por sobrenatural) que la distancia de la originaria, dando como resultado numerosas especulaciones que permitan entender (o intuir) qué es el hombre. Luke Scott parece haberse propuesto desafiar a este género con su ópera prima, Morgan, al excluir del relato toda reflexión filosófica de una historia construida a partir de una de las grandes preguntas sobre la existencia: ¿quién soy?
El debutante hace gala de todos los elementos propios del género recurriendo a lugares tan comunes como la creación de vida artificial: manipulación genética, alteración evolutiva del desarrollo humano, y la obligada conspiración corporativa de tecnología avanzada, aislamiento mediático y secretos científicos. Rápidamente, el espectador se hace consciente de que está ante una ¿nueva? película de ciencia ficción (¡bendito sea el imaginario colectivo!) y a la mitad de la cinta es cuando comienzan las preguntas. Pero no, los interrogantes no surgen de un discurso premeditado para que el espectador especule, ni remotamente, sobre la moralidad que subyace al acto de crear vida en un laboratorio. Las preguntas que afloran son aquellas que devienen de la firme decisión de Scott de extirpar la “cháchara filosófica” (esa que tanto daño le hizo a Ex Machina, convirtiéndola en un film inteligente y trascendente dentro del género), y sustituirla por escenas de lucha y violentas desavenencias alejados, además, de la lógica sobre la que empezaba a vertebrarse la historia: la posibilidad de crear humanidad artificialmente.
Una vez eliminada la reflexión, solo queda disfrutar de una suerte de aciertos formales, quizá fruto de la casualidad, que se convierten en coincidencias que el espectador se empeña en relacionar con la propia trama. En esa búsqueda consciente de desentrañar forma y fondo es donde sale a relucir la falta de destreza del realizador, quien, al igual que el fotógrafo de Blow-up, pasea su cámara por la escena sin advertir, a priori, los grandes hallazgos con los que se topa y que, indudablemente, forman parte del desarrollo argumental: las imágenes superpuestas que se reflejan en un cristal, los ecos de situaciones (como el flashback de los recuerdos de Morgan que conecta con otro de los momentos relevantes del último tramo del film); imágenes cargadas de simbología que van perdiendo su fuerza a medida que va prevaleciendo la necesidad de cerrar la historia desviando el trayecto por el que se había propuesto transitar.
Condenar la película por la fallida toma de decisiones del director implicaría aceptar la idea de que Morgan se construye sobre un sólido guion mal llevado a la pantalla. No obstante, la falta de conocimientos de psicología evolutiva parece haber dominado la cimentación de la historia, que no ha tenido en cuenta las fases del desarrollo moral del ser humano (los tiempos, las experiencias concretas, los vínculos, los contextos), lo que explicaría las incongruencias que surgen en la evolución del personaje de Morgan, carente de todos los componentes necesarios para enfrentarse a dilemas morales.
Sin salvar ni forma ni fondo, llega el momento de reconocer el intento fallido de entender la naturaleza humana, aunque algo si deja claro el proyecto: no es necesariamente hereditario el gen del talento cinematográfico.
Lo mejor: Kate Mara, Anya Taylor-Joy y Rose Leslie, muy comprometidas con esta cruzada.
Lo peor: lo vacía que queda la pregunta a la que Scott “pretende” dar respuesta.