Una de las cosas que hacen mágico al cine es la capacidad para jugar con el tiempo. Como un niño que zarandea un domo de nieve, el séptimo arte le da vueltas a nuestra percepción del espacio para poder abarcar historias grandes y pequeñas sin perder un ápice de la intensidad propia del paso de los años y los acontecimientos que componen nuestras vidas. Por esta virtud del cine de resultar un juguete apasionante, Barry Jenkins expone de par en par este tríptico que transita por la vida de un personaje moldeado a base de las tesituras del marginal, figura de especiales circunstancias; tan crueles, tan cinematográficas.
Little, Chiron y Black son tres caras de una moneda imposible creada por el inherente destino, ese que algunos creen que está escrito, o que quizá no, y a las que ponen nombre propio las épocas que definen nuestra significancia como adultos. Jenkins muestra en Moonlight (2016) los tres puntos de no retorno, practica su autopsia, y a la vez pone el punto de mira sobre la influencia de una sociedad descorazonada que no conoce la deferencia por las demandas propias de estos tres momentos clave de la existencia: la infancia, la adolescencia y la madurez. Al igual que sucedía en La infancia de un líder (The Childhood of a Leader, 2015), donde éramos testigos del nacimiento de un dictador a través de las vivencias y la educación recibida durante su niñez, Jenkins subraya aquí las causas y las consecuencias derivadas del aislamiento infantil. El guión del director norteamericano recicla los estereotipos reales, con algún conato de cliché innecesario, surgidos a través del tiempo y las experiencias personales, para describir con gran belleza a lo largo de un consternador retrato la amalgama de sensaciones, los efectos de esa percepción y la forja de la identidad de un personaje cuyo rostro cambia a la vez que avanza una vida condicionada por la amargura de su entorno y las pruebas planteadas por el propio yo.
Como en todo trabajo dividido y diferenciado, en el que Jenkins considera adecuado acreditar cada uno de los episodios con los tres nombres del personaje interpretado por Alex R. Hibbert, Ashton Sanders y Trevante Rhodes consecutivamente, nos encontramos ante la irremediable posibilidad de que uno de ellos destaque por encima del resto o, visto de otro modo, de que alguna de las partes se muestre más floja con respecto a las demás. Es posible que, aunque el último tercio de esta trilogía debería haber cerrado con broche de oro un trabajo de gran nivel cinematográfico, su tramo final dé la impresión de haber dejado a un lado la lírica con la que se había empapado este cuento urbano para dar paso a una narración más convencional y de menos poética visual. Esa decisión actúa en detrimento del gran mérito de Moonlight, que no es otro que poseer gran inspiración, sensibilidad y un matiz de inevitable ternura que la han convertido en una de las películas más laureadas del año. Si bien es cierto que el film de Jenkins es, quizá, una de las películas de la temporada más proclive a la subjetividad de la sensaciones que transmite, da la impresión de ser ligeramente irregular, sobre todo por la capacidad emotiva de varias secuencias durante su metraje en contrapunto con un desenlace un tanto insustancial.
Su valor como crónica moderna sobre problemas tan arraigados en la sociedad como la homofobia, el maltrato, las drogas o los nucleos márginales de población, juega en favor de este trabajo que Jenkins utiliza como voz de alarma para insistir en la importancia de aquellos años que dan a luz nuestro carácter, construido sobre nuestros miedos, nuestras experiencias y recuerdos. Sin embargo, la delicadeza y la hermosura inequívoca del film, que se mece en la fenomenales notas de la partitura compuesta por el nominado Nicholas Britell, no la convierten, necesariamente, en la mejor película del año, valor mucho más discutible. Lo que parece claro es que es la gran competidora de ese otro trabajo imperfecto pero imparable fenómeno de masas que es La La Land (2016), película con la que Moonlight se batirá en duelo a muerte el próximo 26 de febrero, Día D del cine norteamericano.
Lo mejor: la lírica de sus imágenes, bella poesía moderna sobre la existencia.
Lo peor: que se haya etiquetado, desde el principio, como la mejor película del año. Cuestionable.