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In the Mood for Love: El lenguaje de la memoria

Hay películas que pasan ante nuestros ojos como el agua sobre las piedras, sin mojarnos apenas, sin detenerse. Otras nos ocupan durante un tiempo, como una idea más, como nos viene a la cabeza una discusión del trabajo, o un ruido en el coche. Algunas pocas, sin embargo, no nos dejan en paz, estableciendo con nosotros una relación más personal que espectatorial. Nos acompañan de por vida, vuelven una y otra vez, reclaman nuestra atención, nos recuerdan quiénes somos. Deseando amar (In the Mood for Love, 2000), el gran prodigio de Wong Kar-Wai, está hecha de esta pasta.

El primer visionado fascina y descoloca a la vez, al prescindir de las más elementales reglas de coherencia espacio-temporal, y, muy concretamente, de los principios del montaje continuo. No es que Wong se salte el eje de 180º, es que este constituye una categoría inexistente: la concepción tanto del campo como del fuera de campo se sitúa más allá de todo esquema. Se trata de un espacio ácrata y construido de retazos, como el amor de los protagonistas y los desordenados recuerdos del mismo, que vertebran la antinarración de la película. La transgresión espaciotemporal es solo una de entre muchas, como la presencia inesperada de Nat King Cole o la insospechada combinación entre un travelling y la suspensión de todo movimiento profílmico, recursos tan llamativamente hermosos como los vestidos de Maggie Cheung.

Y, sin embargo, estos actos de anarquía fílmica nunca son perpetrados por puro capricho, ni por narcisismo autoral. Para acometer un acto estético de comunicación tan elevado como el que propone Deseando Amar, Wong Kar-Wai tuvo la audacia de crear un lenguaje exclusivo, un dialecto cinematográfico, si se quiere, a base de retorcer el que ya había, o de componer con habilidad las desviaciones poéticas que otros habían usado antes que él. Se trata de un idioma netamente oriental, que da tanta importancia a la plenitud como al vacío, a lo presente como al espacio negativo, de modo que, paradójicamente, sus elipsis se convierten en narración, su ausencia en abundancia. Bailando al ritmo del inolvidable vals de Shigheru Umebayashi, entre los velos y los espejos de una calculada y omnipresente puesta en abismo, las imágenes arrastran tras de sí a los espectadores, en una singular danza entre ambos lados de la pantalla, hasta el momento del epílogo, casi un film en sí mismo.

Qué sería de uno de los hitos del cine posmoderno sin ese, su final abierto, que interroga más que responde. Una conclusión con alma de bolero que remite al espectador de nuevo al comienzo de una cinta que quiere ser vista una y otra vez, conquistada en cierto modo, sin abandonar nunca su esencia misteriosa y fascinante, al modo de la persona amada, que, cuanto más la mira uno, más la quiere seguir mirando.

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