El denominado Summer of Love (“Verano del Amor”) que cristalizó la filosofía de vida del movimiento hippie, explotó un fin de semana de junio del 1967 en el Monterey Pop Festival de California, conocido también como Purple Monterey por su abundante uso del LSD, fue el primer gran festival de música y como su inmediato sucesor, Woodstock, fue registrado y elevado a la categoría de fenómeno de culto a partir de un maravilloso documental.
Monterey Pop (1968) parece contener aún un aura mágica y secreta en sus escasos 78 minutos de júbilo sensorial, reducidos a una aproximación formal muy sencilla, casi por ello radical; perfecta en su juego de contrastes musicales, sociales. El director D.A Pennebaker se limita a montar una tras otra las mejores actuaciones del festival con las reacciones del público, insertos del ambiente del festival e incluyendo poco más que un monólogo de una joven emocionada, una entrevista con una chica que hace de voluntaria y una confesión de un policía un tanto atemorizado.
Pennebaker, autor de otro hito del documental musical como Don’t Look Back (1967), se apoya en su gran equipo de cámaras, que incluía al por entonces desconocido y ahora legendario documentalista Albert Maysles, autor de Salesman (1969) o Gimme Shelter (1970), para realizar un trabajo fotográfico que parece invisible pero que resulta fascinante por la sensación de cercanía y de belleza cautivadora que rezuma de cada una de las escenas. Sin olvidar también el excelente sonido directo registrado por el propio Pennebaker con un magnetófono de ocho canales prestado al cineasta americano por los mismísimos Beach Boys.
Don Alan Pennebaker y sus montadores bien sabían que todo el peso social, político y cultural del momento se concentraba en la experiencia del festival y especialmente en las letras y en la música de figuras como Janis Joplin, Otis Redding, The Who, The Mamas and the Papas, The Animals, Simon & Garfunkel, Jimi Hendrix o Jefferson Airplane. Por ello es tan interesante observar cómo la película va entrando sutilmente en un juego de diálogos entre culturas y temáticas que simboliza la tolerancia y la diversidad representadas (y quizás también a veces su contrario). Sin duda, el film desprende una frescura y una espontaneidad que contagia al espectador de mil y una sensaciones distintas, como si de una obra experimental que nos transporta a un estado de trance momentáneo se tratara. Monterey Pop es por momentos puro cine; una experiencia arrebatadora que es a la vez un documento histórico revelador con un muy sugerente discurso político en su interior.
Tal y cómo reza el lema de la película: “Do you know where your kids are hanging out tonight?” (¿Sabes dónde están pasando el rato tus hijos esta noche?), D.A Pennebaker parece estar sugiriendo al espectador que su apuesta formal es la que debe adoptar la audiencia en un sentido más amplio: observar y escuchar la música que representa a toda una generación es la mejor manera de comprender y medir el termómetro de la sociedad a la cual representan. Sin ningún adorno más.
Mención especial merece la secuencia final del largometraje donde el músico indio Ravi Shankar toca el sitar durante 18 ininterrumpidos minutos en un solo absolutamente espectacular que genera reacciones diversas entre la audiencia; de fascinación la mayoría de ellas. El cineasta americano, casi sin querer, desplaza el foco de lo occidental y de la música anglosajona para finalizar de forma astuta con una épica pieza instrumental nada convencional interpretada por tres personas. ¿Qué mejor manera de definir lo que significa Monterey Pop como obra documental?