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Miradas de Latinoamérica

Tenemos muy en cuenta que gran parte de nuestros lectores y seguidores en Redes Sociales son latinoamericanos. Por ello, hemos querido confeccionar una compilación de trabajos que, aparte de los mayores éxitos y taquillazos de su cine, destaque otras películas que para nuestra redacción son indispensables. La cinematografía latina es de los actores, de las historias. En definitiva, de la vida, de todas aquellas que ha dado a luz un continente a veces trémulo pero siempre vigoroso, tanto como para poder presumir de una de las mejores filmografías del planeta.

Esperando la carroza (Alejandro Doria, Argentina, 1985)

Todo un clásico del cine argentino, de mucho antes que Campanella se vistiera de intelectual. Una comedia en la que cada diálogo y cada situación es un homenaje a lo grotesco y a la esencia del humor del país de La Plata. Representa sin escrúpulos todas las miserias familiares, así como una sociedad tópica en sí misma, con un tono brillante y satírico, interpretada por algunos de sus mejores comediantes (a destacar Brandoni y China Zorrilla). Trasciende de tal manera que algunas de sus frases ya son de uso común entre los argentinos (“yo hago ravioles, ella hace ravioles”, “Tres empanadas que le sobraron de ayer”). A todo esto se añade una secuencia final que debería figurar en todas las antologías del humor universal por su simplicidad y su emoción. Un 10 de principio a fin. Por Javier Martín Corral

Profundo Carmesí (Arturo Ripstein, México, 1996)

“Hay algo que une más que el amor: el crimen”. Esta frase bien podría ser el lema de la icónica novela de Patricia Highsmith, Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1950) y del lazo inseparable que une a Charles Anthony Bruno y Guy Haines, dos hombres con concepciones opuestas sobre el amor. Sin embargo, es el tagline de la famosa película mexicana de Arturo Ripstein, amargo retrato doble de un hombre y una mujer atacados por la soledad, donde la empatía con el antagonista característica del relato clásico deja paso a una terrible crudeza que atraviesa a unos personajes desesperados, a los que solo les queda un mutuo amor enfermizo. Resulta fascinante observar la calidez que se desprende de la cámara de Ripstein, que pese a ceñirse a la aspereza del relato y no conceder nada al espectador, consigue transmitir un humanismo y un amor por sus personajes, contrarrestado demasiadas veces durante el visionado a causa de cierta excentricidad desmedida. Excelente en su papel de caballero embaucador y fanático está Daniel Giménez Cacho, aligual que Regina Orozco en su rol de madre desesperada y mujer posesiva y celosa, a veces sobrepasando el límite de la sobreactuación. Una historia desatada y basada en hechos reales que ya había sido llevada a la gran pantalla por Leonard Kastle en Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1970) y posteriormente en un claro remake: Corazones Solitarios (Lonely Hearts, 2006) y en una libre adaptación con Lola Dueñas como protagonista, en la película belga Alleluia (2014). Por Martí Soler Arce

La sirga (William Vega, Colombia, 2012)

Un hombre clavado en una estaca se eleva por encima de la vegetación mientras todo está cubierto de niebla. El inicio de La sirga con este muerto ajusticiado marca el tono que late de fondo en una cinta que aparta la mirada ante cualquier atisbo de violencia, precisamente para centrarse en ella. El fuera de campo se convierte en la mejor arma del realizador William Vega, quien se sirve de todo lo contado (y no presenciado) para construir una historia de indefensión. En un lugar y un momento sin concretar, Vega asume y comunica el dolor de todos los desplazados, de aquellos afectados por un conflicto armado que sume a la población colombiana en un estremecedor silencio de heridas sangrantes (e inconscientes). A través de Alicia (en una contenida y sobrecogedora actuación de Joghis Seudin Arias), se hace visible el desarraigo pero también el instinto de supervivencia, síntoma de una generación que continúa una lucha vital por enraizarse. La mirada del espectador se convierte en testigo de las posibles amenazas que rondan a Alicia: peligros que, sin llegar a mostrarse, adquieren una dimensión mayor desde la intuición del que observa. Y es aquí donde reside el otro gran  valor de la cinta, en su capacidad para mostrar la perversión de la mirada de un público que asume una realidad, condena una moral y se limita a aceptar la crueldad posible. Quizá, al fin y al cabo, sí haya algo corrupto en el ambiente, en la historia, que contamina destinos o que profetiza horrores ya presenciados. Pero quizá, sólo quizá, fuera mucho más sencillo construir un futuro desde la inocencia y la ingenuidad de quien tiene una mirada limpia capaz de no juzgar. Por Cristina Aparicio

Miss Bala (Gerardo Naranjo, México, 2011)

Gerardo Naranjo no le importa ser funambulista en este cuento de narcos y princesas, pues el director zozobra en el alambre al acometer algunos de los pasajes de Miss Bala. Sin embargo, como emulando a aquel loco francés que cruzó las difuntas Torres gemelas, la aventura acaba en éxito gracias a un rabioso dominio del lenguaje audiovisual, la pértiga con la que Naranjo mantiene siempre el equilibrio. Guiado por esa intensa fuerza, Miss Bala se convierte en un relato poderoso y sugerente que capitanea Stephanie Sigman con una convincente interpretación. De esta forma, es irremediable acompañar a su Laura a través de una desventura que pone de manifiesto la incontrolable violencia del narco mexicano y los olores nauseabundos de las cloacas institucionales, punto fuerte de un guion preocupado tanto por evitar lugares comunes como de zarandear de vez en cuando al espectador petrificado. El film mexicano apesta a sueños truncados, a morales deformadas como el plástico quemado, a sudor, a destino cruel… pero también huele a gran cine, a pasión por la intrahistoria de un país a veces convulso aunque siempre hermoso y lleno de matices. Por Javier G. Godoy

Jauja (Lisandro Alonso, Argentina, EE.UU., Dinamarca, México, Países Bajos, Brasil, Alemania, Francia, 2014)

Coproducida por una lista de hasta ocho países, la última película del director Lisandro Alonso, ubicada en una de las campañas militares argentinas contra los pueblos indígenas en el siglo XIX, aporta al movimiento conquistador la perspectiva del abismo. Si bien en el universo del western clásico los paisajes constituyen un pintoresco telón de fondo ante el cual se despliega cómodamente la civilización construida por los occidentales, en Jauja el desértico territorio adquiere el valor de la extensión gracias a la detenida y elongada presencia de su imagen a lo largo del metraje. Una extensión inabarcable ante la cual el rígido sistema de valores e ideas que acompaña a la presencia de los militares resulta impotente. No en vano el vagar de Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen) a través del desierto deviene un proceso de reducción a la nada en el que no solamente la sólida integridad del protagonista, sino también la ensalzada cosmología de los conquistadores, quedan derrumbados ante la materia primitiva del mundo en el que Dinesen se ha introducido. Materia que reclama su espacio y su naturaleza a lo largo de un viaje que hay que recorrer con la mirada puesta en el horizonte. Por Marc Pedrós

La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, Cuba, 1966)

Y es que si en algo destaca el cine latinoamericano (siempre para el que suscribe) es en sus comedias sin rehenes. Comedias directas, inteligentes, en las que las penas, vergüenzas y aspiraciones sociales se estampan en retablos de un pueblo que aun vive en la calle. Así lo veía Tomás Gutiérrez Alea, el mejor director de cine que dio Cuba, y que unos años antes de firmar su colosal y soberbia Memorias del subdesarrollo (1968) nos dejó para siempre una comedia desatada y divertidísima, crítica con el régimen (para lo que había que tener valor en la época) pero fiera también con la condición humana y sus bajezas. Un joven debe encontrar la manera de hacerse con el carnet del sindicato de su tío, que ha sido enterrado con él como homenaje por su dedicación. Este negro planteamiento pone sobre el tapete el surrealismo, la crueldad y la compasión del humor caribeño. Imprescindible. Por Javier Martín Corral

Post Tenebras Lux (Carlos Reygadas, México, 2012)

Existe un componente sobrenatural en Post Tenebras Lux. Tras una primera secuencia impactante (y desconcertante) donde una niña sola rodeada de perros, vacas y caballos se ve envuelta en la noche casi repentinamente, la imagen digital de un demonio rojo, se pasea por una casa con una caja de herramientas en la mano. No hay distancia entre estos dos momentos: de la indefensión (inconsciente) que registra la cámara al seguir a la niña (incluso adoptando su punto de vista), risueña entre lo salvaje y algo temerosa cuando truena la tormenta y en medio de la oscuridad, a la endiablada presencia lumínica que lo tiñe todo de su luz rojiza y que cierra puertas dispuesto entrar en faena.

Con un estilo muy personal, la cinta de Carlos Reygadas se adentra en las vivencias de un matrimonio, su presente y su pasado, para indagar en las relaciones personales, sus miserias y deseos. Para ello, el cineasta ubica en el centro a los personajes, empleando lentes que distorsionan lo que queda fuera del centro de la imagen. Así, los paisajes tan trascendentes como simbólicos quedan supeditados en el relato a la naturaleza humana, condicionada (desde la infancia) por el entorno y por las vivencias con los otros. Una reunión de alcohólicos anónimos rodada con un estilo documental da cuenta de las bajezas que los miembros del grupo comentan a cámara, lo que resulta revelador en el conjunto de la obra: una ventana abierta al corazón de los hombres que deja al descubierto sus instintos terribles y violentos. Una luz, quizá, más cegadora que radiante. Por Cristina Aparicio

El lado oscuro del corazón (Eliseo Subiela, Argentina, 1992)

Si a Oliverio Girondo le importaba un pito cómo fuera el aspecto de la mujer acostada en su almohada, siempre y cuando ella supiera volar, a nosotros, espectadores, debería importarnos lo mismo que el título del film esté cargado de una grandilocuencia capaz de engañar a quien busque en él la respuesta a la gran incógnita del amor. Por suerte para el resto, aquellos que ven la película con una mirada curiosa y consciente de la fábula, pronto descubrirán cómo Subiela no pretende desenmarañar la complejidad de las redes vitales a través de los preciosos poemas que fluyen en la pantalla, si no cuestionarlas a partir de la excitación por la belleza y lo absurdo de la misma, inspirándose en las tinieblas del alma de un poeta de oficio –y sin beneficio- que vaga dentro de sus estúpidas fronteras enamorado de una prostituta. “No te quedes inmóvil -pide en un momento Darío Grandinetti durante su estupenda interpretación de Oliverio… y si lo haces, no te quedes conmigo”: atrapada en este cuento cinematográfico de poesía pura y desnudez de la insignificante existencia de otro insensato que se atrevió a amar. Por Carlos Durango

Violeta se fue a los cielos (Andrés Wood, Chile, 2011)

Tan versátil como la propia vida de la que habla es el trabajo de Andrés Wood, que pretende no limitar los formatos para describir la vida y obra de Violeta Parra, mítica cantautora chilena a la que tampoco se le resistieron la pintura o las lides de la cerámica. El desarrollo del film se aleja del estándar del biopic pero nunca olvida su esencia de exposición vital, concepto que maneja en todo su metraje a pesar de las licencias oníricas -algunas veces discutibles- que Wood elige para algunos de los pasajes. Sea como fuere, Violeta se fue a los cielos acaba por convencer gracias a un atrevimiento que se manifiesta cuando el espectador descubre la personalidad no siempre amable de la artista, aspecto que resulta uno de los mayores desafíos del film. El director supera su insistencia sobre algunos temas trascendentales a través de una poética sobresaliente, enfrentándose a la paradoja de hacer una biografía con las dosis justas de realismo mediante una narrativa poderosa y la interpretación de Francisca Gavilán, de diez. Por Javier G. Godoy

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