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Microbe et Gasoil: Dos en la carretera

Por norma general, el cine de Michel Gondry, uno de los mayores y más inclasificables autores franceses contemporáneos, suele ser bastante discordante. Capaz de combinar maravillosas obras como Olvidate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004) con películas tan nefastas y olvidables como The Green Hornet (2011), nunca ha logrado alcanzar un equilibrio artístico que consiga acercarle al espectador medio. Pues bien, parece que Microbe et Gasoil (2015) es la excepción que confirma la regla. Con ella, el autor parece huir, por primera vez, de su peculiar estilo (aunque no por ello desdeñable) para presentarnos un filme mucho más intimista, personal y digerible para el público de a pie.

Con ciertos aires de nostalgia juvenil e inspirada en los recuerdos de la adolescencia del propio Gondry, el autor, nos plantea una película que narra la historia de dos adolescentes incomprendidos que entablan una amistad y deciden huir hasta el macizo central francés a través de la carretera con un vehículo construido por ellos mismos.

Aunque a simple vista la premisa del filme no parezca contar nada nuevo -tiene mucho de Los reyes del verano (King of summer, 2013), Que nada nos separe (The cure, 1995) e incluso en Una historia verdadera (The Straight Story, 1999)- y aún sin ser original en su planteamiento ni en el desarrollo de los personajes, Microbe et Gasoil seduce al espectador inteligentemente con unos protagonistas eficaces y una ingenuidad narrativa que, a su vez, profundiza en la complicidad de estos dos adolescentes, reivindicando valores como la libertad, el poder de elección y sobre todo la amistad.

El filme se mueve constantemente entre lo homérico y lo quijotesco, resultando en su conjunto una extraña mezcla entre una road movie y un film de amistades adolescentes. Con todos estos elementos en la coctelera, Gondry consigue plasmar de manera magistral la melancolía de la infancia y un curioso temor a la vida adulta por el que el sexo, el amor y la muerte se convierten en las mayores preocupaciones de los dos jóvenes protagonistas. Éstos, no conviene olvidarlo, son todo un descubrimiento actoral, asumiendo ambos en la película la mayoría de su peso argumental. Al contrario sucede con Audrey Tatou, que más que un personaje secundario, parece un simple cameo.

El guión de la última película de Gondry (presentó en 2017 su corto Detoir), tal vez pueda parecer simple y efectista, pero si se acierta a mirar en su fondo, éste tiene una doble lectura con cierto aire a fábula de Miyazaki, casa rodante incluida. Un relato lleno de ternura y crudeza al mismo tiempo, en el que los jóvenes protagonistas intentan llevar a cabo sus sueños e ilusiones dándose cuenta de que la vida no es como se la habían imaginado y que para ser aceptado por los demás lo primero que deben hacer es aceptarte a si mismos.

En conclusión, esta vez el director de Versalles suaviza sus (benditos) delirios -aunque es reprochable un final algo abrupto- para dar a luz una película personal, sensible, delicada y en cierta forma nostálgica, que a su vez funciona como un velado homenaje a ese amigo que todos hemos tenido, del que creíamos que nunca nos separaríamos y que con el paso de los años poco hemos sabido de él.

Por David Areces
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