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Martin Eden: Summa poética

Las películas no deberían mirar al público. Eso, por lo menos, decían los grandes magnates del Hollywood clásico y sus manuales de estilo. Pero si un film se saltase esa regla, cuanto menos debería tener la delicadeza de no devolver la mirada al centro mismo del afecto del espectador, de no hacerle vicario, por ejemplo, de la simpatía con la que personas desconocidas contemplan al protagonista (un Luca Marinelli con vocación de inolvidable), ni de la expresión de amor -o de reproche- de su enamorada Elena (todo un descubrimiento: Jessica Cressy) ¿Qué es eso de poner al respetable en el lugar del odio, del cariño, de la belleza misma, removiendo sus emociones de modo limpio y elevado? ¿Cómo se atreve Pietro Marcello, a estas alturas y con la que está cayendo, a hacer poesía? 

Martin Eden (2019), en efecto, es una deliciosa y bien trabada herejía cinematográfica, sublime y humilde a la vez, como el órgano de una catedral. Marcello mezcla en ella con maestría los ritmos ágiles y los tonos graves, interpretando sus particulares variaciones de la historia del siglo XX sobre la melodía autobiográfica de la obra homónima de Jack London. No hay registro que se le resista. Su film sabe a contracine, a Godard, a found footage, a drama de amor épico, pero todo ello armonizado con un lirismo y desde una humanidad que contrarresta cualquier arrogancia. A pesar de su complejidad y su grandeza, la obra posee la armonía y el orden de una fuga barroca, su conexión biunívoca entre lo humano y lo divino, entre lo individual y lo universal.

En la historia de Martin Eden está todo: el ascenso y caída de un siglo, la torpe realidad de las relaciones humanas, el misterio infranqueable de la necesidad de afecto y su naturaleza insaciable, los idealismos utópicos devenidos condenas. No solo la mezcla de material de archivo y ficción, su uso anacrónico de la música o su grano de celuloide sesentero conceden a la cinta un halo atemporal. También su reivindicación social, que suena tan ronca y honesta como la voz del misterioso Russ Brissenden (deslumbrante Carlo Cecchi) contribuye a la heterocronía de una obra que demuestra que aún hay autores que no han dejado de creer en el cine como arte, aún en la época del entretenimiento online, ese opio del pueblo remasterizado. No sorprende, por tanto, que su música haya arrebatado a todos los que se han sentado a escucharla, ya se llamen Toronto, Sevilla o Venecia.

Martin Eden | Los clásicos nunca mueren | Crítica reseña de FilaSiete
© RAI Cinema

No sabemos si Martin Eden pertenece a una especie en extinción. Parece que sí, pero con el Cine (con mayúsculas) nunca se sabe. Es una bestia pertinaz, que se resiste a morir, escapándose, aunque herida de Netflix y tablets, por las rendijas más inesperadas. Por si no acertamos con el futuro, mejor quedarse con el presente. Con ese que propone Marcello, reflejado sobre los hechos de un pasado no tan distinto -ni tan distante- como en un espejo amarillento que devuelve al espectador, por un intervalo siquiera, su autoconsciencia moral y estética.

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