Parece que los astros, y nunca mejor momento para decirlo, se han conjurado para que la nueva película de Ridley Scott nos haga olvidar la trayectoria reciente de un director que, sin duda, es un referente importante del cine de los últimos 30 años. El realizador de Blade Runner (1982) o Gladiator (2000) había encadenado una serie de largometrajes cuya calidad distaba bastante de lo que nos tenía acostumbrados. Películas como Robin Hood (2010), Exodus: Dioses y reyes (2014) o la incomprendida El consejero (2013), hacían pensar que la inspiración de Scott estaba en horas bajas. Tan solo Prometheus (2011), odiada por algún sector fan del fenómeno Alien, parecía salvarse de la quema.
Pero he aquí que el director norteamericano vuelva a aterrizar en el panorama cinematográfico con algo más de 140 minutos de metraje y da un puñetazo en la mesa no solo entreteniendo durante cada uno de los tramos del filme, sino abanderando el proyecto con la profesionalidad y el amor por el detalle que demostró en sus mejores obras.
Mark Witney es un astronauta que queda abandonado tras un accidente de la misión que tripulaba. A partir de este desgraciado momento, luchará por sobrevivir en el planeta rojo a la espera de poder interceptar a los tripulantes de la siguiente misión que se realice hacia Marte.

Ilustración: Naxo Álvarez
El cine de ciencia ficción vuelve a estar de enhorabuena con este esforzado trabajo sobre misiones espaciales. Gravity (Alfonso Cuarón, 2014) o Interstellar (Christopher Nolan, 2015) precedieron con mucho éxito el nuevo proyecto de Ridley Scott, y elevaron el nivel técnico hasta cotas inimaginables, solo al alcance, generalmente, de los enormes presupuestos del cine norteamericano. Scott, como sabiendo que recuperar su sitio en el panorama no le iba a costar mucho, firma una película impecable en lo técnico, muy brillante aunque sin excesos en su aspecto más visual, y sólida en su construcción argumental.
De este última disciplina se ha encargado Drew Goddard, un cuarentón con cara de travieso, responsable del guión de 8 episodios de Perdidos, de la valorada serie Daredevil, de Guerra Mundial Z o de aquella especie de mash-up odiado y amado que era La cabaña del bosque. Como se puede deducir, algo de talento e inventiva no le faltan y esto, en mayor o menor medida, se ha notado a lo largo de todo el filme de Ridley Scott. El texto firmado por Goddard lo pone fácil tratando al espectador con respeto y ciertas dosis de cariño que hace inevitable mirar para otro lado si algo de lo que hemos visto u oído no nos ha gustado. Que parezca no importarnos.
En lo que al casting y las interpretaciones se refiere, nada que objetar ante la avalancha de grandes artistas que participan en Marte. Desde la eficacia a la que Matt Damon nos tiene acostumbrados, pasando por el buen feeling que transmiten las comedidas interpretaciones de Chiwetel Ejiofor, hasta el gran trabajo de Jeff Daniels, implacable y sin sobreactuar ni un segundo como jefe supremo de la NASA. Aspecto este último muy loable a tenor de los peligros de ser alguien importante dentro de un colectivo en una trama con clímax en los que la sugestión, la alegría o la tristeza, podrían haber jugado malas pasadas interpretándose de más.
La conclusión que podemos daros como autores de esta humilde crítica es que, el día que elijáis, os sentéis en la butaca de la sala de cine listos para ser transportados al planeta rojo de la mejor manera posible. Antes lo intentaron con mayor o menor éxito películas como Desafío total (Paul Verhoeven, 1990), John Carter (Brad Bird, 2012) o Misión a Marte (Brian de Palma, 2000), pero Scott no quiere fanfarrias, solo quiere que sintamos las tormentas marcianas, que compartamos la soledad del astronauta Witney, que gocemos con su aventura y que, los que nunca perdimos la fe en el director, podamos repetir a los cuatro vientos que no es que haya vuelto, sino que nunca se fue.
Lo mejor: escrita con solidez, rodada con clase.
Lo peor: su recta final, ligeramente precipitada.
Por Javier G. Godoy
@blogredrum
